domingo, 4 de agosto de 2013

Huyendo del fracaso

Lo que ella le dio, a él ya le sobraba. Ella medía sus palabras, la distancia entre ambos, le ofrecía una amistad acolchada, protegida contra los vaivenes del tiempo, algo así como una relación esterilizada, protegida de cualquier contacto o contagio. Era algo tan puro que él no alcazaba a verlo. A veces, le cogía una mano, y ella mostraba sus dientes blancos con una sonrisa plastificada, hierática. Entonces él volvía a dejar sus cinco dedos en libertad, que era su estado ideal de bienestar. A veces, le llamaba para contarle algunos recovecos de su vida, pero eran temas desaliñados, neutros, en los que la emoción no ocupaba ningún renglón. Un día él le dijo que ellos no podían seguir así, que eso no era amistad ni amor, vamos, que eso no era nada.

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Ella pensó que él se equivocaba y que le estaba ofreciendo lo mejor que ella podía ofertar dada su situación. Pero él no sabía cuál era su situación porque siempre la había conocido igual: algo tímida, temerosa de los hombres, introvertida, y sobre todo desconfiada. La vida le había moldeado los argumentos y los andares, le había distorsionado la alegría y le había fabricado una doble personalidad con la que no lograba convivir a solas. Poco a poco se acostumbró a su ausencia, como el pájaro, cuando crece, se acostumbra al vuelo. Alguna vez veía una foto en la que ambos posaban juntos, y sospechaba que la vida ahí le había dado un vuelco del que nunca logró salir.

Quiso llamarlo alguna vez, pedirle que salieran juntos un día, hablar sobre cualquier tema, sin compromiso, sin compromisos, pero al final desistía de su primer impulso. No quería incurrir en los mismos errores de la primera vez, ese momento en el que todos nos equivocamos. Así que volvió a su duelo interior, porque allí nadie perturbaba su memoria y ella la moldeaba a su modo para no sucumbir al fracaso.

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