martes, 6 de agosto de 2013

Una cerilla encendida

Lo imaginó de otra manera. Quizás más delgado o más alto, menos decidido o demasiado cínico, educado y torpe a la vez, con unas gotitas de timidez que le inferían un ineludible atractivo de actor de reparto, una mirada indecisa, unas manos ásperas como de haber trabajado la tierra. A ella le gustaban los hombres-hombres, que decía, es decir, ese tipo de tíos que no te dejan otra salida de caer a sus pies, ese tipo de hombres seductores que ya no existen, decía, pero que sin duda debieron existir, aunque los libros de historia no los nombre. Y reía de sus tontas ocurrencias.

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Era una cita a ciegas, en un pub irlandés que ella no conocía ni del que había oído hablar. Ella lo reconoció por los detalles que él le adelantó: cuando me encuentres yo ya te estaré observando, estaré pidiendo tu bebida favorita y no tendrás otra posibilidad desde entonces que vivir a mi lado. Ella rio sus torpes adivinaciones. Hasta que, solo verlo, supo que no había errado en sus intuitivas aseveraciones. Lo encontró menos alto, algo más grueso, con una mirada que no la dejaba respirar y unas manos grandes de saber acariciar a las mujeres. Te imaginé de otra manera, le dijo ella. No sé cómo decirte, pero distinto. No mejor ni peor, sino otro. Él sonrió. Yo te vi como te veo ahora, le dijo él. Sola, atrevida, puede que tierna, cansada. También ahora te veo feliz. Ella le confirmó que sí, que así era, aunque en realidad no estaba muy convencida de ello, pero le daba igual.

Desde aquella cita, se veían todas las semanas sentados a la misma mesa. Después hacían el amor con nervio y con dedicación, tal vez con amor aunque ninguno lo supiera a ciencia cierta. Cada cual vivía en una ciudad, pero siempre se veían en el mismo lugar. Aquel rincón era como un talismán en sus vidas. No necesitaban estar más días juntos. Tampoco nunca se lo plantearon. Cada cual hablaba a sus más íntimos de ese hombre o de esa mujer que le tenía la cabeza vuelta del revés y el corazón inflado de locuras, pero nunca se dejaron ver en público. No sabían por qué lo hacían así. Quizás, porque a su edad sospechaban que la magia de un deseo o de una caricia o de una mirada está escondida o extraviada en cualquier rincón del alma que desconocemos, y hacemos mal en buscarle las vueltas a lo que no tiene entendimiento. Por eso a veces se diluye, sin intención, de uno a otro minuto, en menos tiempo del que tarda una cerilla en apagarse.

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