martes, 27 de noviembre de 2012

Intento robar un banco y no me detienen

Tengo 35 años, me pesa la crisis, me ahogo con las deudas, mis circunstancias personales no son la alegría de la casa, no veo futuro a mi situación y por las noches, cuando apago la luz, no concilio el sueño. Por estas y otras razones, la pasada semana decidí atracar un banco. No, no sean mal pensados. Lo tenía todo planteado pero no pretendía robar a nadie ni hacer ningún mal. Nunca se me pasó por la cabeza delinquir. Solo intentaba encontrar una solución a mis males. Así que el pasado lunes atraqué una sucursal de La Caixa con el objeto de entrar en la cárcel. O más bien hice un conato de atraco.

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Los trabajadores, como es lógico, no salían de su sorpresa. Nada más entrar, grité, como en las películas de vaqueros: “Esto es un atraco”. Solo entonces supe los cojones que hay que tener para triunfar en este oficio de la delincuencia común. Me acerqué al primer mostrador de la oficina y me dirigí a un empleado con estas palabras: “Voy armado pero no les voy a hacer daño ni vengo a robar nada”. El trabajador, seguramente, pensó para sus adentros: “Vaya mierda de atraco. Ni esto es un atraco ni esto es ná”. Y llevaba razón. Para todo hay que tener oficio. Y yo, claro, no lo tenía.

Ante las caras de estupefacción del respetable, solo acerté a decir sin que me temblara la voz: “Llamen a la policía, yo solo quiero que me metan en la cárcel”. Yo entré, obviamente, con la cara destapada y escondiendo debajo de la americana el arma presuntamente homicida. No había tensión en el ambiente. Se ve que en este oficio a los novatos se nos nota mucho. Yo había soñado con la cárcel como una salida a mi situación personal. Comida caliente, una cama con techo, seguridad ante el exterior. Malas compañías, eso sí. Pero en este mundo yo ya sé que nada es perfecto.

Los efectivos policiales cercaron la sucursal y afuera la tensión se sentía, como en alguna película de la que conservo algún recuerdo borroso. Por teléfono un agente me ordenó que dejara las armas. Yo las dejé sobre una mesa. Solo llevaba un palo de madera de 60 centímetros y un cuchillo de cocina. Y esperé a los agentes de rodillas, como cuando de pequeño iba a misa. Los efectivos policiales no tuvieron que reducirme. De hecho, ya estaba bastante reducido, aturdido y acojonado. Vamos, hecho una piltrafa humana. Les pedí a los agentes que me cubrieran la cara cuando me trasladaran a comisaría. No quería que mi madre me reconociera en estos trances cuando encendiera la televisión para ver el telediario. Y menos sus vecinas. Bonitas son.

El juez advirtió que en mi actitud no existía un supuesto intento de robo ni nada que se le pareciera. Yo le insistí que para mí era muy importante dormir en la cárcel por un tiempo. Al menos, le dije, hasta que el temporal de la crisis amaine. Pero se ve que el símil no le gustó. Siempre desconfié de aquellos jueces que no leen poesía. Así que me puso de patitas en la calle. Y mi gozo, en un pozo.

No solo se trataba de tener de comida y cobijo, de estar a resguardo de los acreedores. Había pensado incluso en escribir un libro en prisión. En esos lugares siempre hay gente interesante. Pensaba que algún banquero de nombre conocido, o un empresario de los que rehúye la amnistía fiscal del gobierno, o tal vez Undargarin o Luis Roldán podrían ser compañeros de celda, y eso ya sí es una suerte. Una bonoloto. Pero eso de tener a policías eficaces y jueces justos me ha echado los planes por tierra. Vamos, que a ver ahora quién se escapa de un desahucio, con esto de que a los periodistas también los quieren tener amordazados. Desde luego, estos tiempos ya no están ni para cometer delitos. Lo decía mi madre: “A este país no hay quien lo entienda”. Y bien que decía.

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