miércoles, 18 de diciembre de 2013

La carta

Después de leer la carta, se quedó sentado sin parpadear, ignorando que el tiempo seguía girando a su antojo. La misiva era una despedida en toda regla. Escrita con letra caligráfica y pequeña, incluso elegante. Un detalle en un tiempo en el que ya no se escribían cartas ni se enviaban por correo postal. El texto era una despedida en toda regla. En fin, se trataba de una justificación, un paso mal dado, un enamoramiento no deseado, un flechazo en toda regla, un polvo en el momento oportuno. En fin, lo de siempre. Pero a él le costó digerir tanta verdad en un mundo tan falso.

Él podría entenderlo. De hecho, la deslealtad era una cicuta que tomaba casi a diario, pero devuelta en forma de sobre, con esa ese elegancia antigua que anuncia una catástrofe, y esa demora precocinada que no admite dudas ni errores, le pareció no solo ofensiva o dañina, incluso letal. Pero los tiempos tampoco estaban para trámites tan drásticos. Así que optó por olvidarla. No sabía cómo se hacía eso. Pero no importaba. Si había superado con suficiencia más de cuarenta años de vida anodina, no podía desfallecer ahora porque una mujer le diera las de Villadiego.

Eso pensaba mientras sacaba la pistola del cajón. Tuvo suerte de que el armatoste, que lo adquirió el abuelo en la guerra civil, estaba tan bañado en la herrumbre que hubo de aceptar sin dilación la opción de seguir respirando en calzoncillos hasta que la vida, de nuevo, diera otra posibilidad solvente para quitarse del medio. Pero no fue así.

Cambió, bien a su pesar. Olvidó los recuerdos tóxicos, alimentó los amores de una sola noche y emprendió un currículum que nunca sospechó en su propio pellejo. Conservó la pistola del abuelo como un mensaje de última hora que le devolvió a un mundo que no conocía y del que nunca quiso bajarse, ni a su pesar. Todavía hoy, conserva también la carta manuscrita que le enajenó y que hoy le parece simplemente una broma de mal gusto firmada por alguien que no conoce.

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