Está aquí a mi lado, sin perturbar mis días. Se tiende en el sofá con un libro abierto que relee constantemente. Dice que le gusta tanto que no entiende por qué tiene fin. Así que, una vez que concluye su lectura, la vuelve a reiniciar. No se aburre porque, para ella, es la mejor novela que ha leído nunca. Dice también que cada nueva relectura le aporta aspectos que le habían pasado desapercibidos en la anterior.
Me gusta verla en la terraza regando las macetas y mirando con una tenacidad y paciencia las hojas nuevas, como si en ese florecer prematuro que ella adivina naciera al mismo tiempo su propia mirada, un trozo de su vida. Después de todo, puede que así sea. Todas las mañanas, a esa hora en que el vermut se hace imprescindible, le gusta escuchar Somethin’ Else de Cannonball Adderley, un jazz único que la apacienta en una melancolía que le gusta.
De vez en cuando, me mira sin decir nada. Le propongo salir a pasear o a beber algo afuera. Ella dice que como yo quiera, pero que ella es feliz allí tirada, mirándome cuando escribo y escuchando esa pieza de Miles Davis. Que no necesita nada más. Debe ser cierto, pienso yo, porque siempre anda ahí, a un lado de mi vida, sin modificar una estructura de la que tampoco yo esté muy seguro que sea tan sólida. Pero ella es feliz de esa manera, sin demasiados objetos a su alrededor.
La veo apurar el vaso de vermut y sé que necesitará otro. Es lo único que bebe a esta hora de la mañana. Después me mira con la misma sonrisa. No la puede desprender de su boca. Y yo se lo agradezco. Tener al lado a una criatura tan alegre es un regalo sin recompensa posible. Me dice que, cuando escribo, tengo en los ojos algo que le gusta y que no sabría describir. Después sonríe sin mirar a ninguna parte y vuelve a coger el libro. Creo que cada vez que lo abre lo inventa a su modo, sin que ella misma lo sepa. Y tal vez esa sea la magia con la que alimenta su propia felicidad.
Me gusta verla en la terraza regando las macetas y mirando con una tenacidad y paciencia las hojas nuevas, como si en ese florecer prematuro que ella adivina naciera al mismo tiempo su propia mirada, un trozo de su vida. Después de todo, puede que así sea. Todas las mañanas, a esa hora en que el vermut se hace imprescindible, le gusta escuchar Somethin’ Else de Cannonball Adderley, un jazz único que la apacienta en una melancolía que le gusta.
De vez en cuando, me mira sin decir nada. Le propongo salir a pasear o a beber algo afuera. Ella dice que como yo quiera, pero que ella es feliz allí tirada, mirándome cuando escribo y escuchando esa pieza de Miles Davis. Que no necesita nada más. Debe ser cierto, pienso yo, porque siempre anda ahí, a un lado de mi vida, sin modificar una estructura de la que tampoco yo esté muy seguro que sea tan sólida. Pero ella es feliz de esa manera, sin demasiados objetos a su alrededor.
La veo apurar el vaso de vermut y sé que necesitará otro. Es lo único que bebe a esta hora de la mañana. Después me mira con la misma sonrisa. No la puede desprender de su boca. Y yo se lo agradezco. Tener al lado a una criatura tan alegre es un regalo sin recompensa posible. Me dice que, cuando escribo, tengo en los ojos algo que le gusta y que no sabría describir. Después sonríe sin mirar a ninguna parte y vuelve a coger el libro. Creo que cada vez que lo abre lo inventa a su modo, sin que ella misma lo sepa. Y tal vez esa sea la magia con la que alimenta su propia felicidad.
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