lunes, 9 de diciembre de 2013

Mandela

Mandiba siempre me sonó a película de Tarzán. Me gusta más llamarle Nelson Mandela. Es más propio de un presidente y de un revolucionario. Me gustaba su piel negra, su pelo blanco y sus trajes fluorescentes. Pero, sobre todo, me gusta su puño cerrado. La fuerza de ese puño. Sin ira. Generoso y rotundo. El hombre que derrotó al racismo. Así lo describían los tabloides estos días. Es la primera vez que todo un planeta está de acuerdo en algo. Todos han llorado la muerte de un negro que pasó media vida en la cárcel y, pese a todo, no perdió la dignidad.

Lo he visto fotografiado con su carcelero. Parecían dos compañeros de universidad que habían compartido las mismas clases de la vida. Eso sí: uno, adentro –en la humedad sombría-; otro, afuera –dándole el sol-. Pero después ambos desconcertados por los propios acontecimientos en los que se vieron involucrados. Veo que todo el planeta llora una sola muerte. Y me gustaría creerlo. Pero ese puño cerrado encierra una ideología que habla de justicia y de libertad, de igualdad, de la que nadie habla en toda su extensión.

En Sudáfrica, la corrupción campea a sus anchas. Y quienes le condenaron en vida y están a favor del apartheid con toda seguridad hayan derramado pocas lágrimas estos días. Y quienes abanderan el fin del estado del bienestar en Europa y condenan a África a ser un continente con un futuro negro –después de todo, el que siempre tuvo-, seguramente estén esperando a que acabe el duelo para que siga la fiesta.

Ojalá el nombre de Mandela sobreviva a los titulares periodísticos de estos días. Será una muestra humilde y generosa de que la esperanza de cambiarlo todo no ha muerto con él.

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