sábado, 15 de diciembre de 2012

Cambiar de barrio

La última vez que lo vio le pareció un sueño andante. Con una elegancia falsificada de hombre austero y con la eficacia de la severidad en sus análisis. Algo frío en sus gestos, pero con tormenta en los ojos. Abominaba de los locales abarrotados de ciudadanos cansados de sus propias vidas y borrachos sin compasión y sin sentido.

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Ella, de vez en cuando, le lanzaba una mirada de corderita degollada o a punto de serlo, ensimismada como estaba en sus palabras de doble filo y en sus frases armónicas y sediciosas. Por momentos, pedía perdón y se acercaba a los aseos. Se miraba en el espejo el rostro pálido de emoción y se preguntaba qué le había metido ese hombre entre ceja y ceja. La sinrazón, se decía. La locura, se decía, La enajenación mental, se decía. O tal vez el amor, se preguntaba.

Desde aquella noche no logró olvidarlo. Le iba a las amigas con el cuento de que necesitaba tomar una copa en aquel local y no en otro, y se tiraba las horas esperando expectante a que un hombre cruzara el umbral de sus desesperación. De vez en cuando, daba un giro a la conversación para que aquel hombre fuera el tema a debatir, y comprendió en un solo instante que todas ellas amaban al mismo hombre. Fue como una ráfaga de fuego invisible que le quemó el estómago. No podía ser, pensó, que todas –vamos, las tres amigas que estaban sentadas a la misma mesa- quemasen sus sueños con el mismo arsénico. No se vio disminuida frente a una competencia que consideraba desleal, y por esta misma razón se empleó a fondo a fin de utilizar cualquier herramienta útil en el campo de batalla.

Cuando regresó al apartamento, sintió una soledad nueva, intacta, como si fuese una lata de conservas todavía sin abrir. Qué tendrán algunos tíos, pensaba, que son capaces de echar por tierra toda una vida edificada al margen de sus existencias. Se tendió en el sofá, se quitó los zapatos, encendió el televisor y se dispuso a no hacer nada. Entonces se dio cuenta de que debía hacer algo. En el frigorífico encontró un pack de cervezas. Abrió la primera lata sin convicción, y la bebió con una obsesión de experta en solo dos tragos. Ni esta mierda emborracha ni hace olvidar, se dijo. La vida está fabricada con mitos falsos, especuló. Después optó por ir a la calle y andar sin rumbo un buen trecho.

Al salir del portal, se tropezó con el hombre de sus sueños. Él la identificó con una sonrisa de confidencia, le dijo que no sabía que eran vecinos y le preguntó que adónde iba en una noche tan fría. No lo sé, dijo sencillamente, me aburría. Ya no supo decir más, y emprendió el camino reprochándose la falta de iniciativa y de concentración. Una hora después, volvió a la casa. No le apetecía cenar. Se desnudó, se metió en la ducha y pensó si sus manos fueran las de aquel hombre. Pero no eran. Se acostó con los sueños vacíos y con una sensación de estar confundida que no la dejaba dormir.

Apagó la luz. Y en el rincón más oscuro de la habitación sintió que una mujer jadeaba sin retorno posible, con unos silencios interrumpidos que bien se podían parecer a la muerte. No sabía si la protagonista de aquellas escaramuzas del amor limpiaba el cielo a solas o acaso un hombre cualquiera la había secuestrado en el limbo del deseo. Tampoco sabía si aquellas lamentaciones del placer más salvaje provenían de al otro lado de la pared o bien del techo, es decir, del vecino del tercero, es decir, del hombre que no la dejaba dormir desde la noche que se conocieron. Sintió un pánico alrededor de las piernas que le invadió de lleno el corazón. Será hijo de la gran puta, dijo en voz alta, pues no se está follando a la otra. Se persignó y juró también en voz alta:

—Mañana ese tío es mío o me mudo de apartamento.

Más tarde, un poco más serena, llegó a la convicción de que debía mudarse de barrio, que se aburría en este y, sobre todo, que prefería un lugar más tranquilo, donde la gente durmiera más y follara menos.

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