sábado, 1 de diciembre de 2012

El amor es lo que tiene: también se puede consumir sin poesía

Nunca le dijo que la vida sin ella no tenía sentido. Le decía cosas parecidas, como que su vida era un peregrinaje por un desierto circular, sin salida posible. Le decía que la echaba de menos y que, en su ausencia, cuando miraba la noche, manchada de estrellas, se sentía pequeño frente a un universo que imaginaba sin límites. Le componía metáforas trabajadas cuando le nombraba los ojos de miel, la piel de melocotón, y otras frutas según el rincón de su cuerpo que en ese instante le inspirara. Y le decía que sin ella él era un náufrago sin rumbo en la vida, extraviado en estas calles de una ciudad que no quería.

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Pero a ella, que amaba y conocía la literatura más a fondo que él incluso, le gustaba el lenguaje directo, los piropos dichos a bocajarro, la austeridad de los símiles y la sobriedad de una frase construida con las herramientas más básicas y comprensibles. Así que cuando él se disponía a esbozar un soneto sin rima, ella le cortaba en seco sin ningún atisbo de poesía en sus arrebatos: Déjate de monsergas y bésame ya, carajo, que me derrito. Él acometía con obediencia la propuesta. Tal vez podría decirse que la ejecutaba con pericia y moderado entusiasmo. Aunque, también habrá que añadir, con efectividad un tanto creativa y un placer suficiente en las desatadas necesidades de ella. Ella no se dejaba vencer tan fácil, y le incitaba con pocas herramientas: No dejes lo que estás haciendo y pon empeño, que aquí se me va la vida. Y daba igual qué acción acometiera en ese momento, dentro del amplio catálogo de posturas renovadoras o extravagantes y otras técnicas depuradas que fue aprendiendo en libros, por boca de amigos o buscando y rebuscando en internet, en casas de mujeres especializadas en la materia y en consultas donde le adivinaban el porvenir y le sugerían pócimas poco recomendables y otros ungüentos para mantener en pie de guerra el arma ofensiva.

Él era un soldado disciplinado y que había demostrado en repetidas situaciones un valor y dominio del arte del amor sin lugar a dudas, le decía ella, pero le decía también que ella urgía de un ejército como el de Napoleón para doblegar sus más instintos más bajos, y otros ubicados no tan abajo tampoco. Vamos, le dijo, que necesito una dedicación exclusiva, que necesito que me comas de un extremo a otro y que no pares hasta que te diga basta, entiendes, así que empieza que el tiempo vuela. Él la miraba con los ojos iluminados, como si le hubiera tocado la bonoloto y no supiera qué hacer con el premio millonario. Creía vivir en una felicidad blindada al desasosiego hasta que, transcurridos unos meses largos, la vida se le iba por los costados. Era imposible saciar a aquella mujer hasta la bandera. Es cierto que era una mujer de bandera, como se suele decir, pero no era tan fácil colocar en aquel cuerpo de infarto una pica en Flandes. Él presumía de haberlo logrado en distintas ocasiones, pero ella, cuando lo escuchaba, lucía media sonrisa de cómo que no entendía nada. Si esto es follar, corazón, le decía, estamos lejos de graduarnos todavía.

Él comenzó a odiar tanto la poesía como el sexo, en ese orden. Cada vez más excusaba su ausencia sin argumentos convincentes frente a cualquier cita, justificaba su ausencia de la ciudad sin metáfora alguna, con un lenguaje tan directo que él nunca sospechó lograra alcanzar con tal maestría. Se transformó en un hombre rápido de reflejos en las trifulcas dialécticas. Las mujeres comenzaron a descubrir en él un aire de Don Juan despistado que les atraía, de vanidad sumisa que las hacía arder por dentro, de incontrolable seducción que jamás lograron ver en otro hombre. Ella sintió cómo aquel hombre desgastado y huidizo se le iba de las manos a otras manos también expertas. La experiencia es un grado, pensaba él sin decirlo. Aprendió que la mejor estrategia era sabotear sus cuerpos de primerizas las primeras noches y después huir a reponerse donde nadie le encontrara. Dejó tantos cuerpos quemándose en sus propias cenizas que pensó si estas tareas del amor sería conveniente sacudirlas con algo de poesía. Y así lo hizo. Pero resultó que así incluso ellas preferían ahora más que antes y por siempre esa energía incontenible de sus manos mientras les recitaba los versos perdidos de Petrarca o de Garcilaso. Daba igual el poeta. Habían acabado por amar a cualquier poeta cuando escuchaban sus versos y ellas gritaban como lobas extraviadas en la cornisa de la noche.

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