miércoles, 27 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XXII)

Apenas lleva sentada unos minutos en el banco del parque cuando lo ve llegar. La mujer le pregunta que cómo está, que cómo pasó estos días, que si volvió al parque alguna vez. Él le responde que sí, que todos los días acostumbra a venir al parque, a leer, a pensar o no pensar, a sentir cómo la vida fluye, cómo va y viene sin que nadie la pueda detener o entender. La vida, le dice, desde que te conozco, tiene sentido si estás aquí, a mi lado. Eso estuve pensando estos días, le dice el hombre. Lo pensaba en los sueños, al alba, cuando el sol se ponía, cuando nada tiene sentido o todo lo tiene, lo pensaba. Ahora lo sé, le dice mirándola fijamente, ahora sé que quiero estar aquí, a tu lado, nada más. Y sé que aquí, contigo, sobra todo. Quiero despertar y no ver otros ojos. Despertar y pensar que todo es un sueño, sabiendo, eso sí, que no lo es. Que algunos sueños son posibles, que llamamos sueños a algo que no lo es, porque los sueños, siendo mágicos e inalcanzables, no son tangibles, no están al alcance de cada cual en cualquier momento.

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Los sueños son volubles y enfermizos, acogedores como un fuego de leña en invierno. Pero también pueden ser hermosas prisiones, pero prisiones a fin de cuentas. Y pueden ser enajenaciones mentales y desdoblamientos de nuestra personalidad. Y pueden ser, como son, piezas imprescindibles de la vida, una vida aparte de la vida real, paralela a la que vivimos cada día, no ya necesaria y cómoda, sino también peligrosamente eficaz contra los albedríos del alma. Esto le dice el hombre. Y la mujer lo escucha sin pronunciar palabra alguna. Le gustaría estar toda la vida escuchándolo. Lo mira fijamente. El hombre piensa que alguna lágrima le puede empañar el rostro de rímel. Pero no. Te quedarás, le pregunta la mujer. Me quedaré, le responde. Pero mañana, le dice, saldremos fuera, viajaremos, no sé a dónde, tal vez sin rumbo. Quiero despedirme del mundo, verlo por última vez, pero esta vez a tu lado, contigo, para comprobar que ya el mundo no es nada sin ti.

La mujer lo encuentra cambiado siendo el mismo. Porque el hombre de hoy es parte también del hombre de ayer, siendo dos son uno mismo, o siendo muchos más aún, todos confluyen en él, en uno solo. Una figura poliédrica cuyos lados conforman todos un mismo ser. Me iré contigo, le dice ella, estaba esperando desde hace mucho tiempo que tú vinieras para irnos juntos. Yo u otro, insinúa él. No, le dice sin mirarlo, creo que nunca hubo otro. Estuve acompañada alguna vez, es cierto, pero te esperaba. Joder, media vida esperando, dice. Ahora la mujer lo mira. El hombre advierte que una lágrima le resbala hasta el labio superior. El hombre le seca el labio, el rastro visible que ha dejado en su rostro alcanza apenas el ojo. Déjalo, le dice, creo que ya se me olvidó llorar. Y sonríe con una carcajada limpia, con una sonrisa queda y frágil. Esto era la felicidad, le pregunta la mujer. Parece que sí, que esto es la felicidad, le responde sin dudas. Por fin, dice ella, estaba cansada ya de fabricar sueños.

Vistos a cierta distancia, este hombre y esta mujer, cogidos de la mano, sentados en el mismo banco, muestran, a quien los observa, una carta postal color sepia, o un fotograma en blanco y negro desgajado de cualquier película, una escena no representada en ningún teatro, un párrafo apócrifo de una novela aún no escrita. Ambos pasan desapercibidos a los viandantes porque, aparentemente, no les ocurre nada: se abrazan o se besan o se miran, sin más. Como haría cualquiera, aunque sin esa mirada. Como hacen todos, sin ser conscientes de que todos los momentos son únicos. Sin entender que la vida es la suma inexacta de todos los olvidos y de todos los recuerdos, y que la memoria es un almacén desordenado, un desván de estrecho acceso donde el tiempo todo lo revuelve y lo confunde y lo oxida y lo fagocita a su manera, de manera que, al final, nadie entiende de qué carajo va esta vida. Eso pensaba este hombre hasta ahora que ha apagado las luces de la planta alta de un edificio deshabitado donde todos conservan aquellos otros sueños inaccesibles al desaliento.

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