domingo, 17 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XVIII)

Los días son ahora un remanso de paz. El invierno ha sido frío pero las tardes cada vez más alumbran las noches que menguan inexorablemente. Hay una serenidad que este hombre siempre buscó y que ahora encuentra. Después de unos días de intenso trabajo y continua búsqueda, no ha dejado de pensar en la mujer a la que quiere. Tiene luz en los ojos, unos andares sensuales y rítmicos. Sus pasos son casi inexistentes. Avanzan como si en ellos no hubiera nadie, como si su presencia se dibujara de golpe como una aparición feliz. Cuando avanza hacia él no la ve, tal vez la sueña, y de pronto la tiene delante de él con su mirada tierna y persuasiva, y sus labios carnosos y seguros expuestos voluntariamente a su codicia. Le gusta oler un perfume dulce que no esconde el olor de su piel. Su piel huele solo a ella. Es distinto a todos los demás olores, piensa él. Un olor que no alcanza a definir. Tampoco lo pretende. Desde que la conoció vive de sensaciones, de sentimientos, de percepciones, de intuiciones, de necesidades carnales que son sobre todo vacíos espirituales. Ahora ya lo sabe. Lee algún libro, ahora que está tendido en la cama, y el olor ausente de esta mujer le devuelve un recuerdo grato de añoranza.

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Ha vivido media vida de allá para acá, sin necesidad de compartir una conversación o un vaso de vino. No le importó la soledad como un rasgo más de su personalidad o de su carácter. Siempre vivió así, de modo que no amaba cruzar solo los océanos, o compartir muchas noches frías de invierno con mujeres que no conocía y que nunca volvería a ver en su vida. A veces, esa huida sin rumbo le devolvía una inquietud que lo ha definido durante muchos años pero que, a fin de cuentas, no dejaba de ser sino un retrato transitorio y parcial de una biografía incompleta aunque digna, brillante si bien manchada de sombras y trastornos felices.

Ahora sabe que, cuando pasea mirando el río cada tarde, su vida es una rama que arrastra el cauce sereno que observa con admiración. Le perturba la belleza de la naturaleza. El agua y el lodo de un río que atraviesa la historia y que el hombre no alcanza a encauzar a su antojo. Los árboles que se alzan inmisericordes contra un sol rotundo que cuartea estas tierras secas y pobres. Sabe que la ciudad pronto sucumbirá con sus delirios a esta belleza salvaje que, poco a poco, agota para instalar sucursales de Burger King y de Mercadona, cafeterías y parques infantiles, que sobrevivirán de espaldas a un río que vive siempre a nuestras espaldas.

Piensa si debe quedarse en esta ciudad para siempre, si esta mujer le dirá que sí, que se quede a su lado, que recoja sus libros y sus indecisiones y se apreste a vivir una vida sin dudas y sin huidas, que esconda las botas del camino debajo de la cama y olvide de momento el cuaderno de notas en la misma mesita de noche porque nunca más lo necesitará. Sabe, eso sí, que ya no le inquieta ir a ningún lado, que le basta sentarse a esta mesa para escribir estos pensamientos que le abstraen, y que le sobra todo ese mundo que hasta ahora anduvo buscando o bien encontró por casualidad. Ahora que lee este libro observa que la cama es demasiado ancha, y mira a su lado, y no está la mujer. Las sábanas no están arrugadas y su perfume dulce se ha disuelto. Parece que nunca estuvo allí, piensa este hombre. Sin embargo, hay una sensación extraña de que nunca se fue del todo, o de que está sin haberse ido o de que ha llegado aunque nunca hubiese estado con anterioridad. Una sensación extraña que le nutre de él mismo en todo momento y que ahora precisamente le gusta sentir a consciencia. Afuera el sol declina y un sueño vago le adormece de un cansancio que no le agota. Ahora sabe que, cuando amanezca, el sol ya no se extinguirá.

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