sábado, 9 de enero de 2016

Los sueños deshabitados (XIII)

Este hombre y la mujer andan cogidos de la mano. Todavía no se han abrazado. Andan juntos sin saber adónde van. Es la primera vez que ambos, juntos, caminan sin rumbo, porque ahora el ayer ya no importa y el mañana solo existirá si son capaces de crearlo entre los dos. Lo saben sin haberlo aprendido sin antelación. Ineluctables ante un destino ineludible, avanzan paso a paso hundiendo los guijarros en la tierra. Sin darse cuenta, la proximidad de los viñedos les percata de que la ciudad se ha quedado a una distancia prudente. Se han buscado tanto, sin que cada cual supiera a quién quería encontrar, que se han quedado solos, voluntariamente solos, y ahora que la luna es clara se miran de frente con un deseo irrefrenable. Así que eras tú a quien andaba buscando, acierta a decir ella. Él apenas sonríe. La mira fijamente, apenas sin parpadear, porque el rostro que lo observa lo vio en los sueños, no en los sueños de estos días, sino en aquellos otros que el tiempo difumina con una pátina de sombras y de olvidos. Pero no cabe duda. Es ella, piensa.

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Ella quiere besarlo. No se atreve a decírselo. Sencillamente lo besa con una ternura que él nunca conoció. Apenas le ha tentado los labios con los suyos, y sabe, sin saberlo en realidad, que se quedará en ellos por mucho tiempo. Ahora es él quien la besa con firmeza, y ella se deja llevar por un huracán de sensaciones que la aturde, pero no quiere regresar. Ya nunca podrá regresar a esa región que habitaba sola. Tampoco quiere. Tiene una luz en los ojos que es nueva y que él detecta como un objeto propio y necesario. Propio no en el sentido de dominio, sino como pieza imprescindible de su mismo destino. La abraza con la certidumbre de que nunca más saboteará otras habitaciones, ni sudará las sábanas de otras mujeres que nunca amó, ni aceptará propuestas con embargos, ni buscará los fines de semana una botella con dos vasos y una compañera para sortear el maleficio de los días de pecado que ya purgó. Ahora abraza a esta mujer, la aprieta contra su cuerpo creyendo que el contacto íntimo e innecesario nunca lo separará de ella.

Vuelven a la ciudad cuando todavía el bullicio agota las calles, y los locales nocturnos les devuelven una música pegajosa con letras de bolero y melodía de canción italiana de otros años, mientras las parejas se besan en las esquinas de los bares, esquivas a estos dos transeúntes que cruzan la ciudad de punta a punta, ausentes de ellos mismos, componiendo una identidad nueva que les devuelva los años que se fueron sin pena ni gloria, vacíos como globos que estallan en mitad del silencio, y donde solo había oxígeno, el aire que vuelve a ser solo aire, perdido en medio de un horizonte sin aristas posibles.

En el hotel, la mujer observa la maleta sobre la cama y el equipaje a medio hacer, el billete de avión sobre la cama con un destino que no conoce, un libro con una página doblada que advierte de las páginas leídas, una botella de whisky irlandés, llaves, varios bolígrafos, una grabadora, cintas de cassette vírgenes, un par de libretas con nombres y direcciones tachados, con anotaciones ilegibles, sin fecha, escritas al azar, aunque indicativas del estado de ánimo de este hombre. Ella no dice nada. Solo observa este reducto de soledad de donde se dispone a sacar a este hombre que la mira. Ella comienza a desnudarse con una seguridad y maestría que él aprecia en su medida. Deja su blusa blanca que huele a perfume en una silla y el sujetador de un color burdeos indefinido sobre la propia camisa. Él observa unos pechos turgentes y blancos, con un botón claro en el borde del vacío, un botón pequeño, incluso infantil, rosáceo o color caramelo, pero nunca supo de qué color son los caramelos. Sentada en la silla se despoja de los vaqueros y de unas bragas también color burdeos que le esconden un pubis negro y recortado a la medida que él descubre cuando ella tira las bragas al suelo, como si improvisara la escena de una película que ya ha visto o que en un momento determinado se atrevió a soñar.

Ella está sentada en la silla, se echa hacia atrás y abre las piernas. Sabes ahora dónde está el paraíso y cómo se entra al paraíso, pregunta ella sin sarcasmo alguno. Él observa, con una luz opaca, esa mancha oscura que lagrimea entre sus piernas, ese mundo claro que se abre ante sus ojos. Mira un coño que es distinto a todos los coños que conoció en otra vida, y sabe que ahí se puede perder para siempre, que es donde se quiere extraviar premeditadamente, conscientemente. No apaga la luz. Al contrario. Enciende la lámpara de la mesita de noche. No quiere vivir a oscuras un espectáculo sin igual. La vida ya no está para sandeces, piensa. La mujer le mira con media sonrisa, porque sabe que este hombre se dispone a espolear su cuerpo a placer. Y piensa que ya era hora de que un hombre le calmara, de una vez por todas, esos sueños que vagaban sin dueño por doquier.

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