lunes, 18 de agosto de 2014

Preocupada

Se queda quieto. ¿Pensando? No. Solo se queda quieto, en pie. Sin saber qué hacer ni a dónde ir. Es la primera vez que le ocurre. Se ha incorporado del sillón donde leía el diario. No le interesaba en qué océano desértico naufragaba el mundo. Y de repente, como una estatua de sal, y sin haber mirado atrás –nunca le fue la nostalgia-, se ha quedado estático, frío, hueco. No le ocurre nada.

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De hecho, ha comenzado a mirar las paredes de esta habitación como si no las reconociera o no le gustaran. Ha contado los años de su edad y le parecen demasiados para seguir sentado aquí y viviendo en el mismo lugar. La mujer lo ve de pie mirando un paisaje que no hay y le pregunta si va a salir a la taberna de la esquina, como hace cada día desde hace demasiados años. Le responde que sí, que va a salir, pero que no entrará en la taberna. Ella le pregunta que a dónde irá entonces. Él le dice que aún no lo sabe, que el mundo, según entiende, no debe tener límites, y que las carreteras empalman unas con otras y que, donde no hay caminos, las montañas separan, pero también unen, mundos contrapuestos.

La mujer oye, pero no escucha. Solo le dice: no tardes. El hombre responde que no sabe cuánto tiempo tardará. Después la mujer oye un portazo, la habitación está vacía. Se acerca a la ventana pero ya no alcanza a distinguir su figura. Después se sienta en el sillón y se queda pensando, preocupada. No sabe bien por qué.

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