Ella, que ama el verano y el mar, rehúye los rayos de sol. Le gusta lucir una piel blanca y melancólica, descatalogada de modas estivales. Le gustan los trajes de seda que le caen y contornean su cuerpo. Por eso, le gusta dejar las tetas sueltas, para perturbar a intrusos y seducir a enamorados. Ayer, frente a un espejo ustorio, veía los rayos de sol reflejados en un solo punto, la luz concentrada como por arte de birlibirloque en un foco.
Ella prefiere el espejo de alinde, que en su superficie cóncava agranda y mejora la imagen proyectada. Por eso, ella pone las tetas en mitad del espejo cuando nadie la ve y el espejo le devuelve dos tetas enormes que ella quisiera para sí misma y que sus amantes no añoran, porque prefieren las redondeces perfectas de esas dos perlas que les empitonan los sueños.
Ella, que siempre mira al espejo o a ella misma –que vendría a ser lo mismo- se ve muy bien acompañada con un hombre del brazo, pero prefiere la imagen de ella sola caminando por el paseo marítimo. Marcel Proust que la ve y se inspira en ella para describir a un puñado de muchachas en flor cuando corren por la playa. Ese es uno de sus sueños preferidos. A ella le gusta la literatura traducida al presente, impostada desde un tiempo remoto y fugaz a sus sueños de cartoné y filigranas.
Se mira al espejo y es ella misma. Pero, cuando despierta, no se reconoce. Achaca la jaqueca a una mala noche, a un sueño desbarajustado, a las torpezas de un amante equivocado. Es entonces cuando cierra los ojos para volver a la realidad que no le devuelve el espejo.

Ella prefiere el espejo de alinde, que en su superficie cóncava agranda y mejora la imagen proyectada. Por eso, ella pone las tetas en mitad del espejo cuando nadie la ve y el espejo le devuelve dos tetas enormes que ella quisiera para sí misma y que sus amantes no añoran, porque prefieren las redondeces perfectas de esas dos perlas que les empitonan los sueños.
Ella, que siempre mira al espejo o a ella misma –que vendría a ser lo mismo- se ve muy bien acompañada con un hombre del brazo, pero prefiere la imagen de ella sola caminando por el paseo marítimo. Marcel Proust que la ve y se inspira en ella para describir a un puñado de muchachas en flor cuando corren por la playa. Ese es uno de sus sueños preferidos. A ella le gusta la literatura traducida al presente, impostada desde un tiempo remoto y fugaz a sus sueños de cartoné y filigranas.
Se mira al espejo y es ella misma. Pero, cuando despierta, no se reconoce. Achaca la jaqueca a una mala noche, a un sueño desbarajustado, a las torpezas de un amante equivocado. Es entonces cuando cierra los ojos para volver a la realidad que no le devuelve el espejo.
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