jueves, 28 de agosto de 2014

Azul de mar

Lo vio sentado en la terraza, con el periódico desplegado que ocultaba su rostro. Pero en la pose, ella supo que era él. Se habían conocido muy atrás, cuando eran demasiado jóvenes para advertir de la pertinencia de los errores y de la perseverancia que el dolor arrastra con los años. Tenía el pelo cano, la mirada transparente de entonces, los mismos gestos que denotaban una templanza a prueba de bombas, pero también ese impulso incontenible que ella siempre echó en falta.

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Recordó un tiempo que ya se le borró de la memoria y que ella falseaba con escenas inventadas para esquivar los malos sueños. Se hubiera quedado allí todo el día, mirándolo sin más, sin decirle nada, pensando qué hubiera sido su vida con él si aquella tarde de verano no hubiese esquivado un encuentro irrenunciable y necesario. Ahora que lo miraba a una distancia prudente, intentó imaginar cómo sería su vida, pero no quiso verlo al lado de otra mujer, ofreciéndole esa sonrisa encapsulada que nunca olvidó.

Ahora podría dar un paso más, y otro, acercarse a él, preguntarle si la recordaba, si se acordó de ella todos estos años, mientras ella moría por haber estado a su lado cada hora, cada minuto, inevitablemente. Después, todos aquellos pensamientos se diluyeron, le parecieron absurdos. Miró al cielo y lo vio con el azul del mar, que es más oscuro y profundo, más enigmático. Le dio la espalda a aquel hombre y comenzó a caminar en cualquier dirección. Pensó que iba a lloviznar. En realidad, lloviznaba.

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