domingo, 24 de febrero de 2013

El sabor que deja leer un buen libro

Un fin de semana es un tiempo magnífico en febrero para pasear con un amigo por un cigüeñal próximo a Isla Mayor, entre los arrozales que anuncian el Coto de Doñana, pero también para sumirse en la profundidad de un libro cuyo autor nunca antes habías leído. Eso me ocurrió con El último encuentro de Sándor Márai, un escritor húngaro que había nacido en 1900 en Kassa, una pequeña ciudad húngara que hoy pertenece a Eslovaquia.

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Durante el régimen de Horthy en los años veinte se exilió a Europa, hasta que con la llegada del régimen comunista en 1948 se exilió definitivamente a Estados Unidos. Pocos meses antes de la caída del muro de Berlín, en 1989, se quitó la vida en San Diego, California.

Hay libros, como este, que parecen escritos para uno o, mejor dicho, escritos por uno mismo. Libros en los que te recuestas en las siestas todavía frías de febrero y te traen recuerdos de una vida que es tu propia vida, como extraídos de una memoria oculta que nunca has compartido con nadie. Libros en los que subrayas frases en muchas páginas con el pretexto de recobrarlas cualquier día por alguna razón que en ese momento ignoras. Hay libros, como este, para releer cuando no hay otro libro más necesario y reconfortante para el espíritu.

Sándor Márai escribe en esta novela: “Cuando se acaba el deseo de placer, ya sólo quedan los recuerdos, las vanidades, y entonces sí que envejece uno, fatal y definitivamente. Un día te despiertas y te frotas los ojos, y ya no sabes para qué te has despertado”.

Alguna vez he sentido como propio este pensamiento, la sensación de que una parte de la vida la has consumido de golpe o, más bien, de golpe te das cuenta de que la vida se consume inevitablemente, y que los años, aun ausentes a la aguja del reloj que da vueltas siempre sobre el eje de la misma esfera, transcurren con una lentitud inmutable y una transparencia inútil de suceso inevitable.

Cierro el libro y no abro otro. Como después de beber una copa de buen brandy, como después de besar a una mujer que siempre soñaste como un sueño propio e inalcanzable, salgo a la terraza y pienso que los días son ya más largos y la nostalgia menos densa que antes, hace solo un mes. Y después camino sin rumbo pensando qué libro leeré más tarde, cuando el placer consumido de este último te pida de nuevo oler la tinta de otras páginas.

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