lunes, 11 de marzo de 2013

Mujer con libro

Esta vez no puede fallar, todo tiene que ir bien, piensa este hombre entrando al bar. Se va a una esquina, como ya es habitual, se apoya en la barra y pide un whisky. En otros años, a esta misma hora, el aire era denso y neblinoso del humo del tabaco. Ahora no dejan fumar adentro y un olor a flores de ambientador impregna la atmósfera.

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Pero eso solo ocurre a primera hora, antes de que los clientes llenen el local y abarroten con sus colonias y perfumes el aire frío de la primera hora de la tarde. Ella no va todos los días. Antes, sí. Lo hacía acompañada de un hombre algo mayor que ella. Siempre le gustaron los hombres maduros. Encuentra en ellos una serenidad que no halla en los demás. Pero desde que accede al local sin compañía, desde hace unas semanas, lo hace de manera esporádica.

Tiene desde entonces una tristeza ligera que la embellece, pero nadie se lo dice. Ella debería saberlo. Tal vez se haya percatado de nuestro interés, porque todos la miramos con una dedicación que no deja lugar a dudas. Ella hace como que no ve nada. Siempre trae un libro bajo el brazo, usado y grueso, como si lo hubiese leído tantas veces que las páginas estuviesen impregnadas de su olor. Nadie sabe cómo es ese olor.

Cuando se cruza con alguno de nosotros, jugamos a las adivinanzas. Decimos nombres de perfumes que ignoramos cómo huelen, o bien nombramos fragancias conocidas comunes a otras mujeres: rosas, vainilla, agua de mar. A veces nosotros mismos nos reímos de nuestra ignorancia. Tiene un olor fresco y profundo, yo diría que alegre, pero no se lo digo a ellos porque se desternillarían a carcajadas. Yo sé a qué huele, pero no sabría describirlo. Por las noches, cuando me meto en la cama, es como si ella hubiese estado allí antes, porque las sábanas están impregnadas de su misma esencia.

A veces, abre el libro, me da la impresión de que siempre por la misma página, y se la ve pronunciar en voz baja frases ininteligibles que para ella deben ser como axiomas rotos en la vida pasada. De cuando en cuando, otea el espacio que la rodea y no encuentra nada de particular que le llame la atención.

Posa sus ojos en los ojos de los demás, sabiendo que los demás la miramos. No le importa. O hace como si no le importara. Como si solo ella estuviese en el local, sentada a la mesa donde cada tarde lo hacía con ese hombre maduro que ya no la acompaña. Pide un té verde, a veces también rojo. Deja el libro en la mesa y mira por la ventana una tarde gris de otoño clausurado, mira una tarde sin luz que no esconde nada.

Yo siempre me quedo en la misma esquina matando la vida que se nos va por los descosidos de nuestra propia existencia. Al igual que el hombre que está sentado a la barra en el mismo taburete de siempre. A veces, como tantas tardes, tomo notas en una libreta que guardo en el bolsillo interior de la americana. Otras, hojeo un libro. Siempre es un libro diferente. Ahora he abierto este libro. Observo que ella lee el título. Mira el libro como si en el título reconociera parte de su vida o se extrañara que alguien diferente a ella pudiera leer las mismas páginas que un día la cautivaron.

Me confunde su mirada hierática, su confusión compartida. Yo cierro el libro y lo dejo sobre la barra. Entonces ella despierta de su letargo. No sabe exactamente a dónde dirigir la mirada ahora. Escucha una canción de Georges Moustaki, Le Facteur. Recuerda las clases de francés en el instituto y la música edulcorada que le trae a la memoria otras tardes grises como esta.

Sabe que las experiencias de la vida son perecederas, pero no así las lecturas y relecturas de un libro, que siempre se muestra nuevo siendo el mismo. Recoge el libro de la mesa, ha dejado unas monedas al camarero y se levanta para salir a la calle.

Cuando pasa por mi lado, mira al hombre que está sentado en el taburete, se detiene un momento, mira el libro sin sorpresa y me dice: “No leas ese libro. Si no, estarás condenado a hacerlo una y otra vez. Y lo que es peor: a vivirlo”. Vi que el libro que ella llevaba era el mismo.

Esa noche me leí el libro hasta acabar extenuado. Después no pude dormir. Contaba que un hombre y una mujer se encuentran en un bar, los dos leen el mismo libro, y al día siguiente se encuentran en el bar en el que se conocieron para compartir su lectura.

En realidad han leído un destino compartido, el destino de sus propias vidas. Pero todavía no lo saben. Cuando el lector, cualquier lector, cierra el libro, no sabe con certeza si ese sueño un día fue real. Yo tampoco lo sé.

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