miércoles, 12 de febrero de 2014

Ajeno al mundo

No tenemos constancia de que se hubiesen conocido con anterioridad. Él nunca la nombró. Hablaba, como todos, de esas aventuras extraordinarios que hicieron de nuestra vida una existencia singular y, en algunos casos, incluso extraordinaria. Pero ellos no se conocían de antes. Si no, hubiese insinuado algo al respeto. Nunca fue hombre que se regocijara de aquellas conquistas de todos hubiésemos anunciado a bombo y platillo. Él era hombre cauto y discreto en asuntos de faldas. Tal vez por esa razón, ellas se entregaban sin reservas a noches de lujuria que cualquiera sueña.

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Pero ella era distinta. Entró al bar disimulando una discreción que a todos nos dejó helados. Montaba tacones de aguja y los conducía con astucia y maestría, como un piloto diestro que ve las curvas venir y se las traga a posta. Curvas, claro, las de ella. Evitemos adjetivos y vayamos sin rodeos a los sustantivos: 1.80 de altura, pelo caracoleado y rojo, labios de si te miro me desplomo, pechos que mejor ni mirar –después no hay absolución posible-, piernas sin fin, manos de jugador de póker –es decir, hábiles en sus desconcertantes movimientos-, ojos de águila en celo, piel suave como la nieve y que como la nieve quema al tacto, andares de gacela encendida, etcétera. Nunca vista ni en sueños. Se ve que los sueños, obviamente, si no beben de la realidad, se quedan más bien cortos.

Él estaba, como siempre, metido en sus asuntos, y no se percató de que un vendaval de sensaciones nuevas se lo iba a llevar por delante. Se dio la vuelta de golpe y fue cuando se percató de que su vida ya no valía un real. Intimaron nada más verse. Es lo que tiene esto de los bares, que están inventados para la perdición. No escuchamos la conversación, porque el antro estaba a tope de gente de gritaba como es propio de este país. Pero ella reía a carcajadas con sus ocurrencias. Siempre le fue bien a ese jodido esas frases que a ellas las dejan heladas y ardiendo por dentro. Tiene algo, claro está, que atrase a las tías a sus rodillas.

Después se fueron. No al instante. Bebieron bourbon. Varios vasos. Él nunca bebe bourbon. Desde entonces solo bebe bourbon. Se le ha quedado cara de idiota. De idiota feliz, quiero decir. De lelo desentendido del mundo. No logramos ni arrancarle una frase de cómo era ella, de adónde fueron, qué ocurrió. Lo deducimos todo. Imaginación no nos falta. Pero intuimos también que nuestra imaginación no llega a alcanzar la cima de que él coronó ese día. Ahí está. Agarrado a la barra para sujetar su vida. Cada día igual. Le sobran los días y las mujeres. Los amigos le sobramos.

Ella no volvió. Tampoco sabemos adónde fue, ni si le pidió que se fuera con él o lo dejó con el alma torcida intencionadamente. Es lo que tiene esto de amar a calzón quitado, que te quedas en bolas para los restos, como está él. Ahí solo, pensando, o soñando. Quién sabe. Ajeno a un mundo que no le interesa, que se le quedó pequeño nada más aparecer ella por este lugar. Pero no se engañen. No está cansado de vivir, sino feliz de haber vivido, saturado de haber consumido la vida a granel. No como nosotros, que estamos aquí a verlas venir, como casi todos, todos los días. Conscientes de que el tiempo se nos escapa por los bolsillos de la piel, mientras le miramos a él saborear el aroma agridulce de los días que ya no están.

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