miércoles, 9 de abril de 2014

Un hombre espera

Esperó un atardecer que llegó, como el autobús, a deshoras y enigmático. Es lo que tienen las esperas: un vacío denso e incómodo que se mete irremediablemente en el estómago y que nadie puede doblegar. Llevaba tanta vida esperando que el tiempo, quién lo diría, era un elemento imprescindible en su existencia. El tiempo visto de frente, sin escondrijos ni chapuzas, sin relojes ni horarios. Un hombre frente a sí mismo, ayer y hoy, tal vez mañana. Nadie sabe. El tiempo como esencia de una posibilidad remota a la que nadie atiende, sino él.

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El hombre espera y, mientras tanto, tan solo el tiempo pasa de corrido, sin detenerse, aunque no haya nadie. Tal vez nunca hay nadie. Está sentado, al lado de una maleta. Y no le importa, cada mañana, acercarse con la misma maleta, con el aire de despedida que tiene en el rostro. Se sienta. Tal vez espera a alguien, para quedarse o para irse definitivamente. Nadie sabe. Dicen que espera a una mujer. Dicen que es rubia, que vendrá vestida de blanco, como las novias, con la piel inmaculada, sin equipaje y con un ramo de flores rojas y blancas, tal vez para quedarse o para partir de nuevo con este hombre que la espera, que la lleva esperando tanto tiempo, mucho tiempo.

Ahora tiene surcos en el rostro, de los años y del sol, del tiempo muerto que fue muriendo con él. Tal vez habría que decirle que desista de su actitud, que nadie vendrá a por él, que no puede vivir esperando toda una vida. Pero él diría, muy al contrario, que no se puede vivir sin esperanza y que su sitio es este, hoy y mañana, hasta que ya no pueda andar el camino de vuelta y se quede donde nadie le espera, donde está ahora mismo.
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