Estaban solos, espiando los días futuros, obsesionados con no alterar el orden cronológico de los acontecimientos. Rehuían de gurús y magos, de las adivinanzas y las profecías. Apenas se rozaban con los dedos –si no era por un descuido-, por miedo a provocar una reacción contraria a los sentidos. Ni se miraban a bocajarro, por miedo a descubrir en el otro un corazón diferente e ignoto. En el fondo, sin saberlo, esperaban una señal mágica en el cielo que les abriera el camino de la felicidad.
Ambos se mantenían vírgenes en sus insinuaciones, desviaban las tentaciones por otros derroteros para domeñarlas como a un perro cautivo. El tiempo, obviamente, iba pasando, y les fue poniendo a ambos una capa de un barniz invisible en la piel que ensombrecía sus bellezas y un halo de soledad en los ojos que mataba el deseo.
Un día se miraron frente a frente, como dos extraños, y no se reconocieron. Se abrazaron con un miedo salvaje, sabiendo ya que eran otros. Hicieron el amor hasta la agonía, pero a ninguno se le iluminaron las pupilas ni desearon seguir explorando un cuerpo ajeno a sus sueños. Habían pasado tantos años que no quedaba ni rastro de los días en que eran jóvenes y la vida les palpitaba incontrolable y alegre, pero contenida. Ahora tampoco podían hacer nada más. Estaban solos, sin nadie más, como siempre, pero solos también en lo más hondo de ellos mismos.
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Ambos se mantenían vírgenes en sus insinuaciones, desviaban las tentaciones por otros derroteros para domeñarlas como a un perro cautivo. El tiempo, obviamente, iba pasando, y les fue poniendo a ambos una capa de un barniz invisible en la piel que ensombrecía sus bellezas y un halo de soledad en los ojos que mataba el deseo.
Un día se miraron frente a frente, como dos extraños, y no se reconocieron. Se abrazaron con un miedo salvaje, sabiendo ya que eran otros. Hicieron el amor hasta la agonía, pero a ninguno se le iluminaron las pupilas ni desearon seguir explorando un cuerpo ajeno a sus sueños. Habían pasado tantos años que no quedaba ni rastro de los días en que eran jóvenes y la vida les palpitaba incontrolable y alegre, pero contenida. Ahora tampoco podían hacer nada más. Estaban solos, sin nadie más, como siempre, pero solos también en lo más hondo de ellos mismos.
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