sábado, 8 de agosto de 2015

La noche (2)

Este hombre se llama Guzmán. No suele decir su nombre por precaución. Le gusta pasar desapercibido. Ser invisible, excepto a los ojos de una mujer que se siente sola. Es su adicción. No lo puede negar, tampoco lo niega. Su perfil lo cinceló en el oficio. Muchos años dedicado al periodismo le dejaron secuelas incurables. Un pelo cano que no lo envejece, que tampoco sabe si es genético o si es secuela de titulares rudos, de noticias duras, de banalidades asumidas como acontecimientos trascendentes. Una voz rota, que no identifica la marca del aguardiente, pero que denota noches locas, que sugiere amores escabrosos e inmerecidos, viajes inconfesables, historias confesables y confesadas aunque increíbles y ciertas. Tiene los ojos de haber metido la mirada en muchos libros y la pituitaria de un sabueso que ha invertido en la vida más de lo que la vida puede ofrecer a cualquiera.

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Retrepado contra este sofá blanco de piel falsa, cualquiera puede pensar, a primera vista, que no se movió del lugar, pero cuando esta mujer lo conozca más a fondo, que pronto sucederá, ella sabrá, y nosotros sabremos por ella, que en su cuerpo maltratado por una década holgada de años caben todavía más años y más vida. Y eso, a esta mujer, que se acerca a este hombre sin la sospecha de que cambiará su vida, le parece un acontecimiento al que por nada debe renunciar. Él, que exhibe pocas cicatrices en la piel, piensa que la noche nunca es un refugio, sino un sendero imprescindible donde siempre encuentra un amanecer diferente.

Ahí, observando a esta mujer, que no es sirena –afortunadamente- ni musa –no está para estribillos mercantilizados este verano-, sabe de su belleza antes de conocerla e intuye rasgos en sus andares hembra insatisfecha –que no derrotada-, y en sus manos, cuya piel ya acaricia, percibe la sombra desatendida del amor equivocado. Se lo dirá. Y ella advertirá en sus palabras un mundo que pretende escrutar, sin importarle que la noche agonice a sus pies y después, con el amanecer, la luz disipe un sueño contrahecho.

Guzmán no se precipita. Nunca lo hace. Ni en sus adivinaciones ni en sus actos. El tiempo, lo sabe, debe jugar a su favor. El tiempo es esa herramienta que, bien administrada, dota a la narración de la tensión y la inflexión necesarias, evita digresiones prescindibles y precipita un final inevitable que nadie sabe y que a veces ocurre. Guzmán sabe que comienza la cuenta atrás. Ésta no es una carrera de obstáculos, lo sabe. Tampoco le gustan los símiles. En estos trances huye de ciertos artificios literarios y llama a las cosas por su nombre. Lo aprendió del oficio. La precisión de las palabras. Es lo que ellas quieren, se dice siempre, se dice ahora. A las mujeres les gusta la palabra precisa y certera, le gustan los hombres que miran sin matices, que buscan sabiendo qué van a encontrar, aun riesgo de errar. El fracaso, él lo sabe, también ofrece sus recompensas. Guzmán sabe que no este no es el caso.

Ve a esta mujer que se acerca, como si el mar la hubiera vomitado de sus entrañas, como si la noche la hubiera inventado para él. A veces ocurre, se dice. Lo dice sonriendo, con la conciencia de que, entre el riesgo y la nostalgia, siempre apuesta por la posibilidad remota del error, por ese paso imprescindible que siempre le pone al borde del abismo. En este caso, frente a una mujer que le rompe la noche en relámpagos que no ve, porque los siente adentro. Y eso le gusta. Joder, se dice, esto sí que es una metáfora afortunada. Y vuelve a sonreír.

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