sábado, 22 de agosto de 2015

La noche (4)

Guzmán mira a esta mujer que se ha sentado a un lado, ella le dice que se llama Lara, que se ha escapado de una fiesta, que ahora no sabe adónde ir y además es lo que menos le importa. Guzmán no pregunta, nunca pregunta, observa con mirada de periodista cansado, de hombre cansado, mira a esta mujer que le gusta y le atrae, no se lo dice, no se lo dirá, él nunca dice nada que le salga de muy adentro, o lo dice de otra manera, como no sabiendo, sin saber que lo está diciendo, él es así. Esta mujer sabe, intuye, que este hombre es así: engreído, difícil, enigmático, solitario, grotesco a veces, irónico, sobre todo irónico, con él mismo, con los demás, con el mundo entero.

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El mundo entero, le dirá más adelante, le importa muy poco, se lo dirá de otra manera, con más nervio y gracejo, con más cabreo, con más conciencia de que es así, convencido de que nada aquí tiene sentido, pero al mismo tiempo esperanzado en que esto pueda cambiar cualquier día. A ella le gustan sus manos grandes y cuidadas, sus palabras medidas, correctas, bien utilizadas, sin que ninguna frase se escurra y empañe la precisión del mensaje. Él habla de la noche, de los días que se cuecen inevitablemente a su alrededor sin que nadie pueda detenerlos o envasarlos para que el óxido del tiempo no se los coma.

Él mira a esta mujer que se parece tanto a la que siempre soñó, y le parece un entuerto difícil de entender e imposible de masticar. Le abruman las noches vacías como ésa que deparan encuentros inconcebibles, escenas oníricas, posibilidades remotas y a la vez reales y abarcables, del mismo modo que se coge una manzana y la retienes en la mano cerrada por un tiempo, hasta que el tiempo inhabilita los músculos y éstos ceden y la manzana rueda por doquier. La comparación le parece tonta, pero no puede borrarla de la cabeza. La cabeza es un órgano autónomo, empecinado en sus propias obsesiones, al igual que el corazón, que le gusta adentrarse en bastiones inescrutables. Él huye de la cabeza y del corazón, y se deja llevar por las vísceras, se dice, y ejecuta con el sexo de modo maquinal y exigente, y adiós sueños dorados, se dice, cada uno a verlas venir como pueda.

Esta mujer que dice llamarse Lara le confiesa que a partir de esta noche su vida será distinta, que ya no será como antes, que todo se ha ido al cuerno, vaya saber dónde dios anda eso, sonríe con una belleza que cautiva a Guzmán, pero ella dice que la fiesta era bonita, grande, de una elegancia discreta y difícil, con una música de fondo que parecía cantada por los ángeles. Guzmán nunca se paró a pensar cómo cantan los ángeles, pero le gustan esas metáforas inútiles que no sabe adónde le llevan, mira a Lara y escucha cómo comienza a salir de un mundo en el que ya no puede vivir, en el que quizás nunca hubo de estar.
Él no dice nada, la vida le ha enseñado a escuchar, a crear sus propias imágenes, a animar sus fantasías sin herir a los demás. Después de todo, piensa, cada uno debe poner coto a su tristeza como mejor entienda y pueda, que no es poco. Lara dice que todo se fue a la mierda, que no sabe ni cómo ocurrió, pero que todo se fue a la mierda en un pispás, aunque en realidad sospecha y no quiere saber que todo comenzó mucho antes, que el amor ha muerto bastante antes de que llamemos al forense que duerme en nuestra alma.
Es así, piensa Lara. También lo piensa Guzmán. En noches como esta noche todos piensan igual. El vigilante jurado que ha entrado al café-restaurante a rellenar la petaca de Havana Cub siete años probablemente pensará igual. Poco importa ahora la figura de este vigilante que Lara ve sin importarle lo que hace. Mira a Guzmán y le confiesa con lágrimas incipientes que no sabe dónde empezó a morirse todo, que no sabe cuándo comenzó a quedarse sola sin saber que ya lo estaba, que él fingía de una manera profesional imposible de desenmascarar. Es un impostor de los sentimientos, dice.

A Guzmán le gustan estas expresiones porque sabe que después viene el llanto, el mandar el mundo a la mierda, el arrepentirse de la vida pasada y perdida, el beber sin control, el abrir los ojos a otro mundo que ella nunca supo que podría existir, y cuando abra bien los ojos y las lágrimas le hagan ver la realidad remota que nunca alcanzó a soñar, ahí estará Guzmán abrazándola, diciéndole no vale pena sufrir por un hombre así, mira a la luna, pero ella le dice que la luna hoy no está, y ambos ríen porque saben que la luna no está hoy, y en un abrazo que ninguno de los dos quiso evitar, los dos saben que no quedará ahí. A Guzmán estos milagros que suceden en unos segundos así porque sí le parecen fantásticos, tanto, se dice, que por ellos vale la pena vivir.

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