sábado, 26 de enero de 2013

Qué bueno es amanecer sin resaca

No vale la pena remover el pasado. Ella venía todos los días, y un día dejó de hacerlo. Desde entonces, repito el mismo ritual cada noche. Me siento a la barra en el mismo taburete. Pido un whisky sin hielo, para sentir en la garganta el escozor de la vida cuando me meto un trago generoso. Abro un periódico y otro. Solo leo los titulares. Me basta para pillar un mosqueo que no suelto hasta la mañana siguiente. La adrenalina que provoca la mala leche es magnífica para no desfallecer en el intento.

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No me gustan las noticias de este tiempo: monocordes, aburridas, desesperanzadoras, todas provenientes de las mismas fuentes. Un periodismo de mierda, vamos. Como si la misma existencia se acabara en esas manchas de tinta volandera. No me gusta el mundo tal como lo dibujan las instituciones. Seguro que otro periodismo es posible; y otra vida mejor, también.

Me gusta filosofar conmigo mismo cuando me siento en este rincón de la ciudad, a solas conmigo mismo. Hoy estuve leyendo sin pasión a Hunter S. Thompson, pero de vez en cuando vale la pena hacerlo, poner y exponer nuestras fuerzas al límite, vivir hasta la extenuación el momento. Después de todo, el destino no me fue adverso. He llevado una existencia coherente, que no es poco. Excesiva por momentos, pero siempre intentando huir del desánimo y la ansiedad, ese cáncer que extiende su metástasis en nuestro cerebro persiguiendo el punto negro de pone fin a todo. Yo me río de esas gilipolleces. Y siempre encuentro el camino de retorno o una salida posible en esta inmersión al vacío casi total.

No resulta fácil abrir la ventana cada mañana y decir me quiero quedar aquí. De vez en cuando, cuantifico los límites inimaginables del mundo. Cojo en mis manos una pelota de ping pong, y sé que contiene el espacio suficiente para que cualquiera pueda perderse. Veo esa pelota diminuta y la comparo, no sé por qué, con el mundo que habito que en nada se parece a ese otro mundo que me habita. Y no me gusta hacer cuentas inconcretas, medir la inmensidad de la tierra sin las herramientas suficientes. No deliro. No. Sencillamente, la cabeza se me va no sé adónde. Adonde ella no está.

Un día dejó de venir. Ella sabrá por qué. Cuando una mujer se pierde en la ciudad es porque ha encontrado un hombre que le mata la soledad a tiempo parcial, las horas suficientes para rendir una tregua a tantos sueños sobrevalorados. Después siempre vuelve al mismo lugar, con esa cicatriz acentuada en las manos que la aleja de estos bares de mierda donde se refugia cuando esa felicidad fraudulenta que la alimentaba caduca sin una razón concreta. Es lo mejor de la vida, pero ella no lo sabe. Que un momento glorioso es tan volátil que no hay memoria suficiente para retenerlo con cierta dosis de verdad. Después, nada queda. Acaso, la sospecha remota de que ocurrió.

Por eso los sueños son tan eficaces cuando la derrota anda próxima, cuando la noche nos deja solos y frente al espejo solo vemos el mismo rostro nuestro de siempre transmutado ya por los años, con la mirada más torpe o confundida, y con la piel más gris o desdibujada, temiendo acaso que en el cualquier momento solo veamos en el mismo espejo el espacio vacío que proyecta nuestra sombra sin nuestra presencia.

Yo sé que esta mujer cualquier día volverá, se sentará a mi lado, pedirá otro whisky, como siempre lo hizo, y me hablará a regañadientes del dolor que la consume, del viento que nunca hay y que se llevó para siempre los años no vividos, o vividos a secas, sin hielo, como se bebe el whisky en esta esquina del mundo donde yo la espero. Y sé que volverá cualquier día, y cuando levante la vista, como ahora hago, la veré entrar con sus vaqueros ajustados, sus zapatos de tacón alto, su bolso siempre distinto, su pelo hábilmente desordenado en la mirada, y se sentará a mi lado, como ahora lo hace, y preguntará te conozco de venir aquí, y yo responderé, como ahora lo hago, que siempre vengo aquí a esperarla, venga ella o no venga, y ella sonreirá, como ahora sonríe, pretendes ligar conmigo, dirá, de hecho lo dice, creo que sí, le respondo, me gustan los hombres sagaces, me dice, yo no lo soy, le digo, también me gustan los hombres como tú, esos hombres que siempre esperan y saben esperar y que, cuando llegas, ves tú en su mirada que es verdad, que esperaban, y nada más ese gesto merece una recompensa. No lo piensas así, me pregunta. Lo pienso así, por eso te esperaba. Pero la próxima vez, carajo, no te hagas tanto de rogar. Me estoy haciendo adicto al whisky por tu culpa, pero valió la pena. Ella sonríe. Mira el vaso de whisky y vuelve a sonreír. Y si dejamos de beber, dice ella, y nos vamos a alguna a otra parte, donde no haya nadie, no sé, dime tú. Pago y te digo, le digo.

Esa noche bebí poco, porque me levanté sin resaca. Ella estaba haciendo café y leyendo el periódico de ayer. Esos titulares de los que os hablaba anoche y que no me gustan nada.

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