martes, 22 de enero de 2013

Una mujer que existe

Tuvo una vida de calavera de la que no reniega. Excesos de alcohol, noches que no veían la luz, mujeres incondicionales, nómina jugosa, reconocimiento profesional, una proyección social que nunca buscó. A veces, como si la memoria se topara frente a él, recuerda escenas de una vida pasada que ya no le parece suya. A quienes les rodean les gusta escuchar anécdotas inverosímiles pero que ellos entienden que son ciertas o quisieran sospechar que fueron reales, porque cada cual vive su vida a su modo, y hay sanguijuelas que beben la sangre de otras vidas próximas y soñadas. Así que la concurrencia celebraba sus cuentos y reía con los trozos de su nostalgia, que troceaba en porciones discretas cual matarife disecciona la carnaza a vender.

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Lo aceptamos siempre así, porque él se hacía querer de ese modo: seductor con las damas, amigo de los amigos, bebedor incombustible, fumador fortuito, amante a deshoras, confesor discreto, sensible hasta las pantorrillas y viajero que ignoraba mapas y recomendaciones de agencias turísticas. Era comensal agradecido, bailarín de poca monta, deportista de banquillo, soñador de estraperlo, alérgico a los curas, adicto al café y a la prensa de la mañana, conversador sin igual y jugador sin beneficio. Había empeñado su vida en el único afán de vivir cada día, deber y placer que cumplió a rajatabla hasta que aquella mujer se le cruzó una tarde de abril.

Sabemos poco de ella. Por sus descripciones, podríamos afirmar que es hermosa: cintura de Nellie Bly, posaderas de doble mirada o mirada fija –según cómo te pille-, altura imprecisa, abrazo de osita salvaje, mirada de oso mosqueado, osada actitud de mujer indiferente ante quienes le rodean, boca de pecado, manos frías, currículum discreto, ambiciones medidas, y una sensación de hombre desterrado que dejó en él que no se encuentra. El perfil, lo sabemos, no es preciso, y con él la policía estaría toda la vida buscando. No porque hubiera muchas, sino porque cualquiera podría dudar de su existencia. También nosotros lo haríamos si no le viéramos todas las noches con la boca babeante, el vaso lleno, las manos vacías y la mirada evangelista de descarriado por esos bares de Dios.

De vez en cuando nos habla de ella. Nosotros prestamos atención, no porque los hechos extraordinarios que narra sean falsos parcialmente o inventados, sino porque son fabulosos y ciertos, porque los describe con una naturalidad que nunca escuchamos, y en sus historias los detalles, piezas imprescindibles, dan color a escenas que nunca hubiéramos pensado que le pudiera a ocurrir a otro hombre si no fuera él. Sube o baja el tono acorde a cuanto dice y confiesa, su oratoria es precisa y clara. No obstante, entre sus palabras levanta una nebulosa de mundo irreal que fija nuestra atención y nuestra mirada en sus manos mientras apenas describen el cuerpo sinuoso de una mujer que todos sabemos que es real y que cada cual sueña a su manera.

Cada noche, cuando lo encontramos sentado a la barra, no se percata de nuestra presencia, hasta que logramos meternos, no siempre con éxito, en lo más hondo de sus sueños. De ella tampoco sabemos el nombre, ni si vive en la ciudad o la conoció en uno de sus viajes por medio mundo, ni sabemos cuál es el tinte de su pelo o el color de sus ojos, o si su piel es blanca o morocha, no sabemos. A veces jugamos a recomponer el puzle de su cuerpo, cada cual incorpora un detalle pero nunca se aprueba por unanimidad, porque el resultado es otra mujer que nadie logra identificar como la mujer de la obsesión compartida. A veces también le inventamos una biografía acorde a sus pasiones y a nuestros intereses. Entonces preguntamos a él, pero siempre alcanza a disuadirnos de que esa mujer que nosotros proponemos nada tiene que ver con aquella otra que le ha roto la vida y que lo mantiene en Babia para su suerte. El problema ya no es ese, claro. El quid de la cuestión radica en que cada noche, cuando nos vemos, y una vez que él nos ha indicado el camino a seguir, comenzamos a reconstruir la imagen de una mujer que no conocemos y que cada cual ama inevitablemente a su modo. Ahora estamos elaborando un álbum de mujeres posibles. Fotografiamos a mujeres conocidas o no, andando por la calle, mientras compran en el mercado, cuando acuden a la peluquería, también recortamos fotos de modelos de algunas revistas, y hacemos montajes entre esas mujeres reales y otras que inventamos. De todas las mujeres robot diseñadas a nuestro antojo, apenas una doce podría encajar en el perfil que él describe, pero todas, como es lógico, de forma parcial.

A la última conclusión que hemos llegado, y hoy por hoy nos parece la más lógica y aceptada por mayoría, a la luz de su testimonio y de nuestra documentación y observación, es que no existe una mujer como ella. Él siempre nos lo dice y nosotros hemos acabado convenciéndonos de que debe ser así, porque, si no, no se entiende su mirada de lelo, su vida parada en mitad de la vida, sus sueños intoxicados por el perfume de una mujer que existe y que nunca está. Y en ese delirio de hombre fastidiado también alcanzamos a ver el perfil de una pobre criatura que un día fue feliz, como cantaba Joan Manuel Serrat, y eso, a nuestro buen juicio, parece que debe ser un mal que todos deberíamos conocer y sufrir, pero no hay manera.

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