sábado, 23 de marzo de 2013

No hay mujer como ella

Ahora que la miro, sé que no hay otra como ella. Es cierto que cada noche vengo aquí, me siento en esta esquina solo, pido un whisky y otro whisky. No por matar la soledad, ni por olvidarla. Cómo podría olvidarla. Solo por beber. Me gusta beber sin excesos. Paladear el líquido en la boca y sentirlo bajar por la garganta, como si fuera parte mi mismo ser, que lo es, claro. Olvidarla. Imposible.

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He olvidado a tantas, he amado a tantas. Pero no sé, de otra manera. Venían y se iban. Es lo normal, ¿no? Cada una a su casa, o adonde fuera. Son libres para ir de allá para acá. Y yo me acostumbré a su libertad de criaturas nómadas. Nunca quise quedarme en ninguna parte tampoco. Me gustaba ir brazos en brazos, de colchón en colchón, de bar en bar. Sin destino. Sin ataduras. Así, la vida es apasionante. Yo advertía a cada una de los riesgos de la monotonía y de la deslealtad. Prohibido enamorarse. Solían entenderlo y solían cumplir. Con excepciones, por supuesto.

Cuando se acostumbraban eran encantadoras. Me confiaban los pormenores más indiscretos de sus vidas disolutas. Nunca pensé que sus existencias fueran tan agitadas. Uno cree saberlo todo hasta que encuentra vericuetos para asomarse a la realidad más profunda de las cosas, y descubre ahí mismo que el puro hecho de existir no es más que un tablero de ajedrez en el que todos mueven ficha, o las fichas se mueven solas por sí mismas. No sabría decir.

Algunas tenían el corazón hecho trizas por varios costados, y otras lo mantenían tan pulcro y en desuso que uno alcanzaba a pensar qué destino tendrían arraigado tan en el fondo de ellas mimas. Imposible saberlo también. El mundo de las mujeres es una partida de cartas. Da igual cuáles te hayan tocado a ti. Saben manejar cada jugada con una maestría y una constancia que no conozco en ninguno de nosotros. Cada vida de una de ellas era un puzle incompleto e inabarcable, y cada cual curaba como mejor podía esas heridas superficiales que dejan huellas indelebles en la piel: amores enconados, imposibles de borrar.

Ella, por el contrario, era distinta. Tenía un trago lento, como se degustan los whiskies caros. Una mirada quieta que te traspasaba el software de la cordura. Unos labios inocentes para morder los días echados a perder en vidas anteriores. Una piel para quedarse siempre mullido en su superficie. Unas manos solventes que te cambiaban el día. Una voz ligera o suave como el viento de la noche cuando no hay nadie. No he logrado olvidarla en estos meses y a estas alturas no creo que lo consiga.

Su cuerpo se amolda a tus formas y no hay modo de desprenderlo de tu piel. Sé que todo es un sueño. Estoy aquí sentado en el bar y de vez en cuando me pellizco el brazo para despertar de esta pesadilla que me puede. Hay otras mujeres que me llaman a deshoras para seducirme con proposiciones que nadie rechazaría con buen criterio, excepto yo que las despacho de mala manera porque perturban mis sueños de hombre enajenado.

Hay algo en ellas que las capacita para entrar en tu interior más profundo sin que tú les hayas dado paso, y ahí descubren que hay otra mujer encerrada en esas habitaciones inaccesibles a ellas. Y aún así, insisten en ofrecerte una felicidad a prueba de bombas, sin caducidad posible, sin otro contrato ni compromiso que no sea su presencia a tu lado. Y tú, mientras, solo piensas en ella.

Los hombres somos así: inmaduros, caprichosos, desequilibrados, quebrados por una mujer. Y a ellas les gustan estos hombres como nosotros que andamos sin destino de bar de bar, intentando poner puertas al olvido. Les gusta estar a nuestro lado, incluso a sabiendas de que estamos pensando en otra que ellas no conocen. Y así es peor. Porque juegan a adivinar nuestros juegos de amantes incomprendidos, a explorar nuestros sueños desencajados de toda razón, a proponernos el sentido común cuando morimos de felicidad en el absurdo más absoluto que es nuestra propia existencia de hombres colmados definitivamente, satisfechos sin razón alguna que se pueda entender.

Pero estamos ahí, pensando en ella, y ellas están pensando en nosotros, juzgando con ley el sinsentido de todo esto, la rabia insatisfecha de la desafección, la soledad más contumaz, el delirio inagotable de recuerdos inabordables. Ellas siguen ahí, esperando que cualquier día olvides a una desconocida con la que conociste en días de viento y de vino, con quien cruzaste fronteras que creías cerradas para siempre, con quien sueñas cada noche cuando todas duermen y te dejas llevar a un lugar que solo ella y tú conocéis, y ahí no hay nadie más que dos personas que, por alguna razón, cogieron caminos que se bifurcan en el horizonte y donde, más allá, solo hay tierra inexplorada.

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