miércoles, 17 de abril de 2013

Lo que duran algunas expectativas

Ahora que ha cruzado la frontera de los cincuenta, piensa si la vida ya vivida y la vida por vivir tendrán nexos en común o, si bien, serán como vidas enlazadas en un mismo cuerpo incapaz de asumir la segunda parte del programa, una vez aprobado con creces el primer trecho, en el que de todo hubo, se dice: mujeres, por supuesto, las suficientes, para saber que valió la pena estar aquí solo por haberlas conocido y haber compartido con ellas tantas noches que ya son historia; alcohol, claro que hubo, hay momentos que no se pueden llenar con agua tibia ni refrescar con piedras de hielo; tabaco, bueno, lo imprescindible, después deja un halo en el aliento que a ellas no les gusta y a ti tampoco; otras drogas, por probar, por la experiencia, por saber de qué va este mundo loco que tanto le pierde; dinero, en este aspecto algo más del imprescindible, esa cantidad que sencillamente te hace olvidar el dinero, que no limita los actos ni esclaviza hasta volverte estúpido; mujeres, ¿más?, bueno, vale, pero dosificadas, que ahí es donde la perdición nuestra encuentra su talón de Aquiles, piensa.

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Le gusta, desde este rincón, mirarlas cuando entran, verlas dubitativas mientras eligen una mesa o una silla, mientras ojean a ver si hay alguien a quien conocen o si ha llegado el hombre al que esperan, o sencillamente teatralizan su presencia. En realidad, no vienen a nada concreto, ni han quedado con nadie, no les gusta sellar una cita ni firmar contratos a largo plazo, ni pagar en cómodas mensualidades, sino liquidar al contado, con tárjate de débito, les gusta llevar poco dinero en lo alto, es poco elegante. A él le gusta este tipo de mujeres, algo falsamente descuidadas, femeninas, perfumadas sutilmente si te acercas a una distancia corta.

Le gustan esas mujeres que visten bien conjuntadas y diferentes, atrevidas en algún complemento pero coherentes y armónicas en su conjunto. No le gusta que fumen porque las chimeneas siempre deparan olores escondidos que siempre acaban encubriendo otros mejores. Pero no le importa que beban. Es más, prefiere que beban, porque se tornan más sensuales y caprichosas, aunque después sus besos sepan a whisky barato o a vodka con naranja. Prefiere el olor a alcohol que los residuos del tabaco, que en nada le ponen.

Le gusta sobre todo las mujeres que saben mirar y se hacen de rogar pero que después sucumben a sus abrazos con una dedicación que uno nunca acaba de intuir en las primeras escaramuzas del amor. No le gustan las mujeres que inciden en sus intenciones con la mirada, como si no dispusieran de otra arma letal en ese cuerpo que no controlan y que después le ofrecen sin miramientos como botín de una guerra no declarada y cuyo armisticio nunca firmarán. Guerras sin tregua y sin intercambio de información, guerra a ciegas, guerra próxima a las trincheras por si ellas deciden abordar a otro enemigo en el lugar de autos.

Prefiere a esas otras que miran sin mirar y que le van abriendo en lo más profundo un pozo de sensaciones nuevas y de posibilidades nunca escrutadas. Son esas mujeres de las que él se siente ahora tan cerca y luego tan lejos, que parecen ya hechas a huir antes de que la red las atrape, y esa sensación de ganarlas o perderlas, esa desorientación de saber cuándo la caza se ha hecho efectiva, le puede. Así que, una vez atrapada la presa, con argumentos a veces pocos convincentes o nada eficaces, se sorprende de su capacidad de solventar con eficacia estos entuertos del corazón.

Se ha dado cuenta de que el vaso de whisky está vacío. El camarero le dice si quiere otro. Y él afirma mientras observa a una muchacha que entra sola y observa el entorno como el soldado que estudia el terreno enemigo. Viste un vaquero gastado, una blusa transparente que anuncia en la misma proporción que esconde los encantos que él ya sueña. La noche es acogedora.

Se dispone a escrutar el objetivo con discreta profesionalidad. Eso piensa él. Pero ella sabe que él la mira y que, si logra con eficacia, no ser un pesado como tantos, podría fácilmente obtener sus favores sin demasiada estrategia de Casanova delirante. Ella no tiene prisa, pide vodka con naranja, pone el bolso en la mesa. Todavía no lo ha mirado, pero sabe que él mide los pormenores de un encuentro casual y sus posteriores consecuencias.

Ella pide, dentro de sí, que no se demore demasiado, porque puede que, en cualquier instante, aparezca ese otro hombre con el que ya compartió media vida de altercados, y del que ya no quiere oír ni quiere hablar. Ahora prefiere poner nuevo rumbo en esas acrobacias de las que le han hablado otras mujeres y que el cuerpo le demanda con insistencia y tesón. Ella está preparada para lo que el destino le depare. A veces el tiempo se hace eterno. Duda por momentos si ha sabido elegir con atino, si será hombre decidido, si le propondrá inmediatamente resolver lo más perentorio y tormentoso del alma o, como otros, cándidos y sutiles, doctores en demorar el punto de encuentro y la erupción del volcán, le preguntará el nombre, le contará su vida y otros pormenores que no le interesan.

Él no fuma, pero se ha levantado para pedirle fuego, pero ella no ha entendido la pregunta: Está bien, le dice, sabía que me lo ibas a pedir. Él no dice nada, pero todo le parece bien. Ella lo mira y cree que él no ha entendido nada. Iremos a tu casa, si te parece, dice ella, en la mía no podemos estar, mi novio se suele presentar en los momentos menos oportunos. Él hace un conato para pagar las bebidas, pero ella insiste:

—Hoy pago yo. Para una vez que la espera fue breve y las expectativas largas…

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