martes, 9 de abril de 2013

Nadie vuelve cuando se va

Cuesta creer, piensa ella, que todo haya acabado de golpe, sin que haya dado señales de vida en casi un mes, que se haya marchado sin decir adiós, sin recoger su guitarra y sus libros, sus papeles personales. Además, no hay razón para que haga tal cosa, sospecha. Como no bebe, solo piensa y se aturde ante la posibilidad firme de que el pájaro se haya escapado de la jaula para siempre.

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Siendo sensata, piensa, es cierto que no le concedí todos los caprichos que me pedía, ni siquiera los más insignificantes. Ella siempre huía de sus abrazos, de sus propuestas más íntimas, de su desorden mental y otros desórdenes. Dejémoslo ahí, en desórdenes, se dice ahora que él no está.

Por las noches, la cama le parece a los Campos Elíseos. Por su amplitud, claro, no por su belleza. Recuerda el viaje a París, los primeros meses de una relación que parecía compacta como un iceberg, pero, como el iceberg, también ocultaba un tiempo enigmático.

Ella quiso acostumbrarse a vivir sin él. Y sopesó que sería fácil, aunque pronto supo que hay heridas que nunca cicatrizan. Comenzó a temer, nunca como antes, la sensación de haberlo perdido para siempre, pero no dio su brazo a torcer.

Lo buscaba los sábados por la noche en los bares de copas donde tocaba la guitarra o el piano con un grupo de amigos. Se había acostumbrado a escuchar aquellas canciones melódicas de otros años que no vivió, y ahora le parecieron escritas para ella misma, porque, mirando desde la calle el local en penumbras, sabía que su vida no tenía melodía y que acaso aquellos acordes de otras noches no eran sino un esbozo de sonidos que nunca llegarían a ser la música que ella soñó.

A veces, allí en la puerta, saludaba a amigos conocidos, pero no abandonaba el lugar, porque sabía que el destino no está escrito en ninguna parte y no estaba dispuesta a perder por segunda vez una oportunidad como aquella.

La mirada se le fue yendo con los días, se la veía mirar a ninguna parte, esperando un regreso que nunca llegó, y la razón se le fue nublando incluso en los días azules de primavera. Se le disipó la sonrisa, que tampoco era muy abundante, en sus labios, y la voz se le troncó hueca y vacía, y las ganas de hablar, pocas o ninguna.

Se encerró en una soledad que ya conocía, incluso cuando él la amaba, pero que ahora no quería. Se mudó a un apartamento ubicado frente al bar de copas donde él tocaba canciones de amor, y se sentaba junto a la ventana a verlo entrar cualquier día sin que nadie la viera a ella. Pero todos sabíamos que ella estaba allí, situada en una espera inútil y sin sentido. Pero no escuchaba. En realidad, nunca quiso escuchar.

Tampoco barajaba las razones posibles que lo habían llevado a huir de aquella manera. Sencillamente pensaba que era un niño y que, como tal, volvería a su regazo. Rechazó otras posibilidades y, por supuesto, ni se le pasó por la cabeza que anduviera en la cama con otra mujer. Eso, para las películas de serie B.

Él no se iba a ir con cualquier mujerzuela abandonándola a ella de esa manera. No era hombre de esas hechuras. Lo imaginaba perdido sin razón y temeroso de volver a casa por la reprimenda que le esperaba. Pero ella se prometía guardarse la lengua nada más apareciera en el vano de la puerta. Le prepararía una cena ligera, le abriría una botella de vino, le preguntaría dónde había estado esos días, entendería su acción, le perdonaría, aunque no le comprendiera, pero callaría por todos sus días con tal de que él volviera y se quedara a su lado. Incluso se ofrecería sin recato a los actos de amor y sexo que él tanto deseaba cada noche, y por él se dejaría llevar a otro mundo que nunca le interesó y al que nunca hubiera soñado ir si él no hubiera abandonado el hogar sin razones. No hay culpa, se decía, solo un mal aire que ya se apagó.

Pero a la mañana siguiente el viento racheado no le dejaba el alma en paz. Supo, sin entenderlo, que sus días de felicidad pertenecían al pasado. Se quedó mirando, desde la ventana, el bar de copas de otras noches, y se fue apagando como una margarita cortada en un vaso de agua. Así la encontraron, con el corazón apagado y la mirada firme.

Era primavera y nadie entendió que alguien se pudiera morir de amor o de soledad en estos tiempos de miseria. Son cosas que pasan, dijo alguien. A la misma hora, el hombre que ella esperaba, y que tal vez amó, entró al bar acompañado de una muchacha. Con una mano apretaba la mano de ella. En la otra, llevaba la guitarra.

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