viernes, 31 de mayo de 2013

Un tiempo que nadie quiere

Le han recortado tanto el sueldo, que este año no se ha comprado camisa alguna, ha optado por botellas de whisky de diez euros, ha reducido sus vacaciones a largos paseos por la playa dibujando en su memoria otros veranos con más alicientes. Aun así, ha logrado encontrarse en paz con él mismo. Dedica buena parte del día a leer libros. De hecho, siempre lo hizo. Cuando ella se fue, no buscó sucedáneos. Aceptó el hecho como el soldado que es alcanzado en la guerra por la metralla. Las heridas, él lo sabe, cicatrizan tarde o temprano. El otro día, sin embargo, ella lo llamó. Le preguntó por la salud. Y él sonrió. Recordó la metáfora del soldado y la guerra. Curándome las heridas, le dijo, pero bien.

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Ella le propuso salir de nuevo, de vez en cuando, sin compromiso alguno. Él dijo que no le importaba, que le parecía bien. Quedaban los viernes, generalmente, bebían hasta la extenuación, alguna vez dormían juntos, no ya por amor, sino sencillamente por ahuyentar los fantasmas de la soledad, Él, sobre todo, porque le gustaba su cuerpo y le gustaba acariciar sus hombros al amanecer. Ella, por el contrario, comenzaba de nuevo a sentir algo por él. Algo que no sé que lo es, se decía. Un día se lo dijo. Pero él no cayó en las redes. Antes te pasaba igual, le decía, nunca tienes nada claro.

Ella le advirtió que ahora era diferente, que la vida te enseña, que quería estar a su lado, que cualquiera se equivoca. Sí, le dijo él, pero quienes hemos vuelto de la guerra, la metáfora no se le iba del pensamiento, y nos hemos lamido las heridas, le dijo, preferimos vivir con poco a sufrir con mucho. Era verdad. Ella había elegido otro camino, otro hombre con más ambiciones, más patrimonio y nómina más lustrosa. Pero no funcionó. Mientras él se había quedado postrado en su invalidez de soldado derrotado. Esta guerra no es ya la mía, le dijo. Cuando quieras alguna escaramuza, me llamas los viernes, le dijo, al menos de momento.

Ella se quedó con la sensación certificada de que los errores se pagan. No lo volvió a llamar, porque ella buscaba mucho más de lo que él podría ofrecer. Y él, de nuevo, volvió a refugiarse en su sueldo discreto, sus botellas de whisky barato y la esperanza trasnochada de que todo cambiará cualquier día. Ahí sigue, mirando el mar. Hay un libro abierto en la arena y una fotografía en la que ella lo abraza, una imagen quieta de un tiempo que ya ninguno quiere.

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