sábado, 15 de junio de 2013

Éramos tan jóvenes

Se volvieron a ver 37 años después. Él había cumplido entonces los 18. Ella, los 17. Demasiados jóvenes, piensa ahora. Hay en su manera de moverse, de interpretar la vida, un modus operandi que le recuerda a ella con esa edad. El tiempo no la ha maltratado, pero ya no es ella, la de antes, la del amor juvenil y los días de verano a la sombra de los eucaliptos y el rumor del río. Quiere imaginarla cómo era cuando la conoció, y ahora que la tiene frente a él, le cuesta recuperar los recuerdos, peces que saltan al aire y se sumergen después en el agua lejos de su alcance y de su memoria. Estás igual, le dice él. Ella sonríe sin saber qué contestar. Y dice: Han pasado los años.

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Él piensa que es verdad, que han pasado los años. No le dice que le cuesta reconocer en la mujer que ve ahora a aquella otra con la que soñaba todas las noches, aquel nombre que escribía en todos los libros para no olvidarla, libros que aún conserva. Está más cargada de peso, es menos sensual, pero sigue conservando esa alegría joven de cuando la amaba. Un día, si quieres, nos vemos, le dice ella, y hablamos de nosotros. Él le dice que sí, que de acuerdo. Pero después se pone a pensar, y no sabe qué significa que hablaremos de nosotros. De nosotros que ya no somos, piensa, de quienes ahora somos, de qué hablaremos cuando caiga la tarde y la melancolía nos lleve perdidos a un tiempo que no existe. Para qué volver, aunque sea por un breve espacio de tiempo, a un mundo desvaído y roto, que se murió en nosotros y con nosotros.

Desde ese día durmió intranquilo pensando en el reencuentro. Pensando sobre todo en cómo era él y cómo era ella, sacando de las cenizas sentimientos que eran rescoldos dispersos en un tiempo infinito y muerto, saboreando, de vez en vez, algún beso furtivo, promesas incumplidas. Y de golpe, como por un ensalmo, se sintió rejuvenecer, se reencarnó en una vida apagada que resucitaba sin su voluntad. Y no le disgustó en absoluto sentirse el mismo de hace 37 años. Se vistió con colores más locos, se frotó la piel con un perfume más atrevido y hurgó en las estanterías hasta encontrar un libro de aquellos años en el que el nombre de ella estaba escrito en todos los márgenes de las páginas.

Mientras la esperaba sentado a la mesa del mismo bar en el que se amaban comenzó a recordarla, sin saber, cómo era ella ahora, 37 años después. Estaría casada o divorciada, habrá sido madre, trabajará o viviría con la nómina del marido, le habrá sido infiel, habrá pensado alguna vez en él durante todos estos años. Conforme se hacía preguntas estúpidas, le atraía más su presencia nueva; arrugas inevitables que invadían sus ojos, el pelo pintado de color caoba, los pechos altos e inhiestos como entonces, las piernas cansadas de andar sola, las manos siempre tímidas que le recordaban las primeras caricias.

Dos horas de espera le disuadieron de que ella no volvería y de que al final había optado por no remover las cenizas de un tiempo ya oxidado. No obstante, pidió otro whisky antes de marcharse. Comenzaba a anochecer y la calle estaba mansa y tal vez solitaria. Respiró profundamente, como si volviera a renacer. Iba a tirar el libro en una papelera, no por despecho, sino consciente de que algunos momentos de la vida nunca se borran pero que tampoco vale la pena removerlos. Se volvió y dejó el libro en la mesa.

Cuando cruzó la esquina, ella entró apresuradamente en el bar, sin verlo. Había prolongado las horas de trabajo en la oficina y no sabía cómo avisarle para retrasar la cita. En la mesa, vio el vaso de whisky vacío, y supo que era el suyo, y el libro, y también supo, sin abrirlo, que era suyo. Le hubiese gustado decirle que le amó cuando era tan joven y que lo siguió recordando tanto tiempo después y que, ahora que el mundo se para o se mueve sin escaleta previa de acá para allá, le hubiese gustado beber juntos y reír como lo hacían cuando eran jóvenes. Le hubiera gustado decir que a veces nos equivocamos, que no confesamos en su momento los sentimientos más hondos y que el resto de la vida hay que vivir con ese reproche equivocado que no resuelve nada. Cuando salió llevaba el libro en la mano y media sonrisa en la boca que la rejuvenecía y unos andares nuevos que nunca más logró esquivar. Al cruzar la misma esquina, dijo en voz alta, sin pretensión de herir o insultar: será pendejo. Aunque igual quiso decir otra cosa. Para algo hay palabras polisémicas, pensó ella. Y no había tristeza en sus amenazas. El sol se había puesto y la noche era clara y alegre.

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