martes, 9 de julio de 2013

La buena suerte

Se quedó mirando el paisaje yermo, los árboles rotos, la tierra cuarteada por la calima. Los lagartos, únicos habitantes de un estío largo y duro, se escurrían por los terrones resecos y, bajo alguna cepa, anidaban unos polluelos abandonados. Es un tiempo sin aristas, plano como esta tierra sedienta de agua, un tiempo hondo y cobrizo, parado en mitad del silencio, sin abismos posibles. A lo lejos, no hay nada, solo la tierra vacía e inhóspita. Este hombre mira, con alguna migaja de esperanza, un cielo azul y blanco, piensa también que sin color, sin pájaros ni nubes, sin estrellas, sin aviones programados que crucen de punta a punta la faz de un universo de medidas desproporcionadas a sus ojos.

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Se ha quedado solo mirando la vida de hoy, triste y huidiza, que ni siquiera algunas canciones edulcoradas le cambian el sabor agrio del desánimo. Hay una voluntad herida de cambiarlo todo que no está a su alcance, espasmos de un dolor ajeno que no puede sofocar, hay en el entorno frases acabadas, cuentas que no salen, sospechas apagadas como velas que ya no arden ni iluminan esta habitación.

Este hombre, que no sabe qué pasará con él mañana, vive cada día como si fuera el último, anda siempre los mismos caminos, porque en ellos se siente protegido de las alimañas, y de vez en cuando rellena unas quinielas para intentar trastocar el azar que le es adverso hasta el momento. Lo hace cada semana y conserva durante siete días el resguardo sellado con la esperanza infundada de que la suerte, alguna vez, vagará sin rumbo por este lugar. Y ahí estará él, acechante, insobornable al abandono y a la duda, consciente de que la buena suerte, a veces, anida, como aquellos polluelos abandonados, en cualquier rincón de nosotros mismos.

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