miércoles, 4 de septiembre de 2013

Huir de los sueños

Se quedó, como cada día, con la sensación negra de que la vida se le iba. Había cumplido ya los cuarenta y quería pensar, a su pesar, que la edad era un exorno innecesario en la mujer, una baratija de la que se puede prescindir en cualquier fiesta. Siempre lo quiso entender así, pero, la verdad, nunca logró ese difícil equilibrio que consiste en mirar el horizonte con la serenidad controlada. Después de todos esos años vividos a la refriega, sabía que nunca había logrado un minuto de sosiego en la batalla diaria. Se había dejado llevar por la ambición profesional, los hombres fáciles, las noches perecederas.

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Ahora que inauguraba otra década, ignoraba cómo cotejar las sensaciones, cómo domeñar los fracasos, cómo, en definitiva, y de una puñetera vez, enfrentarse a un vacío que se le abría por dentro y que la iba matando día a día. Supo que ya no le valían los recursos de ayer y que, a partir de mañana, se abría un túnel indescriptible que la conducía indefectiblemente a la oscuridad más absoluta.

Cuando despertó estaba sola en la cama. El olor de las sábanas le recordó que no había dormido sola y que el hombre, al amanecer, había desaparecido como un ensalmo. Se sometió a una ducha de agua fría. Después se sintió rejuvenecer con un café negro y ardiente. Cuando bajaba en el ascensor, solo pensaba que le gustaba su vida y nada más maquinaba cómo poder huir de los sueños que la atenazaban.

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