domingo, 3 de noviembre de 2013

El bolero

Cuando él entró en el bar, ella estaba sentada a una mesa, junto a una ventana vertical, alta y muy estrecha. Hablaba por el móvil, con frases dulces y una risa diabólica y tierna, como una magdalena, se dijo él, que le gustaban las metáforas propias de los desayunos y de la literatura de Proust. La vio y le pareció que sus gestos eran como el Bolero de Ravel. Aquella mañana se había levantado muy temprano y empezó a leerse, primero sin afán y después con fruición, la novelita de Jean Echenoz, hasta que la deglutió de una sentada.

Su lectura le había dejado la sensación de la obra bien cerrada, de la prosa precisa y certera. Le gustó el humor y la delicadeza con que el autor de Cherokee describía, a veces como un retrato y otras como una caricatura, y siempre como una creación sin igual, la figura pequeña y cómica del compositor francés. La vio a ella y la imaginó bailando el Bolero, sin soltar el móvil de sus manos, sola en el bar, a esa hora en que el local está vacío, y él se vio solo entre el público admirando y deseando a esa bailarina que daba vueltas sobre la música repetitiva y erótica y exótica de Ravel.

Cuando ella soltó el móvil en la mesa, él se le acercó, buenos días, le dijo, solo quería regalarle este libro, le dijo, si le viene a bien, claro, explicó. Ella algo extrañada, le agradeció el detalle, pero le dijo que ya lo había leído. Yo pensé, le dijo él, que nadie en este país había leído ese libro. Puede que sea así, se enfrentó ella, pero usted y yo sí lo hemos leído. Es verdad, dijo él. Ella le propuso que se sentara, que si quería tomar algo y que, por favor, no le hablara del libro.

Cuando ella lo estaba leyendo me dejó mi novio, le dijo, y siempre que me lo tropiezo en las estanterías me dan ganas de tirarlo por la ventana. Vaya, pensó él. Pero igual ahora el libro, añadió ella mirándolo, me trae la suerte contraria. A él le costó varios minutos entender sus palabras y a partir de ahí el bolero se le enredó en la cabeza y, como le ocurriera a Ravel en sus últimos días, cogió un cigarrillo al revés y se lo colocó entre los labios con la boquilla hacia fuera. Ella rió la coincidencia, y agradeció a Echenoz un encuentro tan oportuno. Tendré que leerme Rubias peligrosas, del mismo autor. Ella, que era rubia, y tal vez adivinándole los pensamientos, le sonrió y le dijo: tienes mucho peligro, tú.

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