sábado, 2 de noviembre de 2013

La mujer de su vida

La imaginó de una estatura cómoda (respecto a su propia estatura, claro), delgada de cintura, elegante el trasero, generosa de pechos, de manos blancas y uñas cuidadas, con media sonrisa quieta que no rompiera la belleza de cristal en su rostro, los labios sonrosados y nada agresivos o comprometedores (no daba con el adjetivo correcto), el pelo largo aunque recogido en un peinado poco usual, las maneras de moverse y expresarse pausadas, acorde a su educación burguesa, la mirada infantil, los pies pequeños, como peces rojos calzados en sus zapatos rojos. En fin, por más que la que describía con la imaginación no alcanzaba a darle forma en la realidad.

Siempre pensó que, hasta que no lograra tener definida en la cabeza la mujer a la que amaba, esta no se haría carne en su verbo, vamos, en la realidad. Andaba bastante preocupado en sus litigios internos porque, a sus 50 años recién cumplidos, veía el matrimonio como una posibilidad remota en una vida sin aditivos. Fue entonces cuando optó por no pensar más en ella. Rechazó toda posibilidad de componer en su mente a la mujer perfecta y se abandonó a husmear por el mundo a aquellas otras féminas que sus madres habían abandonado por las calles de la ciudad. Fue así como la conoció.

No se parecía en nada a la mujer que hubiera querido para él, pero la eligió porque tenía don de palabra y le entretendría los días. Por la noche, dormirían en habitaciones separadas para él poder descansar y abrasarse al silencio. Fue ahí cuando le entró una sed que le asfixiaba y se despertó. Se dio cuenta, para su desgracia, que tendría que seguir buscando a la mujer de su vida, aunque no se pareciera demasiado a la mujer de sus sueños.

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