Después de apagar sus fuegos interiores, como quien hace el amor por primera vez, se quedaba mirándolo con una admiración que no disimuló nunca, sin decir palabra y sin pedir nada, como si necesitara tiempo para restituirse a la vida de ahora. Después se acercaba a la cocina y le preparaba un gin tonic como a él le gustaba a esas horas: con mucha ginebra y media rodaja de pomelo.
Venía prácticamente cada semana, a veces sin previo aviso, con olor a perfume dulce, y ataviada para la batalla del amor. Mientras desbravaba al hombre que amó desde siempre, le decía palabras que había ido pensado en los últimos siete días. A veces se ayudaba con versos de Stéphane Mallarmé o de Pablo Neruda, o bien componía frases propias que anotaba en una carpeta de reflexiones profundas y de recuerdos condenados al olvido.
También buscaba en enciclopedias paisajes que nunca vería y que ella le descifraba en un lenguaje común mientras agitaba su corazón como si fuese una coctelera. Otras, incluso, componía sus propias estrofas, desprovistas de metáforas, y tan directas que enardecían aún más su fogosidad de amante usado. Ella no le pedía nada a cambio. Le bastaba con su cita semanal y su fidelidad intermitente de esposo confundido.
Al final se despedía apenas con un beso y una frase de circunstancias, y calle abajo, buscando el aparcamiento de su coche, y dueña de una felicidad sin paliativos, comenzaba a planificar la próxima cita, como si el tiempo hasta entonces nada más fuese un paréntesis en el tiempo imposible de atravesar.

Venía prácticamente cada semana, a veces sin previo aviso, con olor a perfume dulce, y ataviada para la batalla del amor. Mientras desbravaba al hombre que amó desde siempre, le decía palabras que había ido pensado en los últimos siete días. A veces se ayudaba con versos de Stéphane Mallarmé o de Pablo Neruda, o bien componía frases propias que anotaba en una carpeta de reflexiones profundas y de recuerdos condenados al olvido.
También buscaba en enciclopedias paisajes que nunca vería y que ella le descifraba en un lenguaje común mientras agitaba su corazón como si fuese una coctelera. Otras, incluso, componía sus propias estrofas, desprovistas de metáforas, y tan directas que enardecían aún más su fogosidad de amante usado. Ella no le pedía nada a cambio. Le bastaba con su cita semanal y su fidelidad intermitente de esposo confundido.
Al final se despedía apenas con un beso y una frase de circunstancias, y calle abajo, buscando el aparcamiento de su coche, y dueña de una felicidad sin paliativos, comenzaba a planificar la próxima cita, como si el tiempo hasta entonces nada más fuese un paréntesis en el tiempo imposible de atravesar.
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