sábado, 15 de noviembre de 2014

El tiempo congelado

Mírame sin parpadear, congela el tiempo en tus ojos y quédate así para siempre, frente a mí, le dice él. A ella le hubiese gustado que esa propuesta que ahora él hace la hubiese ofrecido cuando ella era más joven y la sangre le borboteaba indomable. Creo que ya no tiene sentido, dice ella. No hay rencor en sus palabras y en su mirada no hay melancolía ni deseo, solo una brisa de viento frío y delgado muy parecida al vacío que deja el dolor cuando ya no duele ni importa.

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Ella, aunque sabe de los destrozos que dejan a su paso los vendavales, vive a la intemperie, sin refugio inútil y sin propuestas determinantes. Así fue desde entonces, desde que cada cual emprendió solo un camino que no sabía a dónde les llevaría. Como casi siempre, no conduce a ninguna parte. Y a ella ese puerto indeterminado, impreciso, a veces inhabitable, ha acabado por gustarle. Aborrece los horarios preestablecidos, las palabras sonoras pronunciadas sin pasión, el futuro diseñado al detalle como si fuese un apartamento a estrenar.

Te acostumbraste a otra vida, le dice. Ella no sabe si pregunta o corrobora. Da igual. Sonríe. No sabe bien por qué. Me acostumbré a otra vida, pero no sé bien a cuál, le dice, y eso me gusta. Él percibe una despedida definitiva en sus palabras, una distancia invisible que les separa. Ella pide un gin tonic, lo mira sin parpadear, como él le propuso en un principio. Es ahí donde él advierte cuándo se fue ella, cuándo se equivocó él, cuándo todo se fue a la mierda. Con perdón, piensa él, confundido y tal vez algo triste o equivocado. Después pide otro gin tonic para cerrar el acuerdo.

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