martes, 16 de diciembre de 2014

Antonio Muñoz Molina: "Yo quería contar la duración del amor"

Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) vuelve con su libro más sincero. Más natural, dice él. Como la sombra que se va narra los días en Lisboa del asesino de Martin Luther King, James Earl Ray, la misma ciudad a la que viajó el autor en 1987 buscando inspiración para concluir la novela que le consagró: El invierno en Lisboa. Ambas tramas se entrecruzan, a través de más de 500 páginas, en una obra diferente que indaga en la conciencia del asesino y que, al mismo tiempo, es una declaración de amor. Un libro que no se recrea en su fugacidad romántica, sino que indaga en su permanencia inquebrantable: “Yo quería contar la duración del amor”.

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FOTO: Miguel Ángel León

Viste, como casi siempre, jersey de cuello cerrado y redondo azul marino, vaqueros, barba cerrada bañada de canas. Tiene unas manos frágiles de pulsar el teclado del ordenador, la mirada amiga, la voz teñida de una melancolía que le puede. Su tono es bajo. A veces, ríe, apoyando con ese gesto sus argumentaciones. El éxito no le ha cambiado. Tal vez por esa razón se haya atrevido con este nuevo libro, un libro sincero, natural. Un libro que es un giro en su obra. O un punto y aparte. En él habla del asesino de Luther King, pero sobre todo habla de él. De no estar dotado para la mala vida, ni para el alcohol o las drogas. “No hay creatividad en el alcohol ni en las drogas. Es una leyenda”, confiesa.

En esta novela cuenta cómo escribió aquella otra, El invierno en Lisboa. Narra qué puede sentir un hombre que es el asesino más buscado del mundo. Cómo un hombre puede vivir cada noche con ese secreto en su alma. De fondo, en estas páginas se escucha a los grandes del jazz. El libro es un examen de conciencia. Una parada de postas en un camino ancho y, en parte, aún también por escribir. El recuerdo de Juan Carlos Onetti también está aquí, su amor por el escritor y su gratitud personal. Un libro que vale la pena leer mientras él escruta en su interior por dónde tirará ahora, hacia ese otro libro que ya estará naciendo dentro de él y que él mismo no sabe cómo ni qué será.

- ¿Qué le atrajo del asesino de Luther King, James Earl Ray, para escribir una novela sobre él?

- El misterio, la extrañeza, de que hubiera una conexión de este personaje con Lisboa. Parece que son mundos distintos. Por una parte, está él, está el mundo de Luther King, Estados Unidos y todo eso. Y por otro, Lisboa. Y de pronto, imaginar a ese personaje en Lisboa.

- Una novela escrita desde el interior de la conciencia de un asesino. ¿Es posible entender por qué alguien actúa así?

- Yo creo que es posible entender hasta cierto punto. Es decir, a no ser que una persona diga algo y lo diga sin mentir es muy difícil saber. Y en este caso específico, es realmente difícil saberlo porque este hombre nunca confesó de verdad nada. Es decir, salvo cuando se declaró culpable para evitar la silla eléctrica, inmediatamente después dijo que él no había sido. Nunca reconoció abiertamente lo que había hecho. Entonces, hay un espacio ahí de conjetura y de misterio. ¿Por qué lo hizo? No se sabe. Probablemente era un racista acérrimo, era un hombre lleno de resentimiento, tenía mucho odio hacia los negros. Era muy racista, pero en la clase a la que él pertenecía había mucha gente así. Pero él fue el que hizo eso, no fue otro.

- El libro es también una declaración de amor. ¿Su libro más sincero? ¿Dónde más se desnuda y confiesa interiormente?

- Yo creo que sí. Más sincero, más natural. Hacer un autorretrato, mirar a la cara. Decir: este soy yo. Eso no era un propósito. Eso fue saliendo por una especie de necesidad de honradez, de mostrar de verdad cómo es la vida de uno y qué lugar tiene la literatura en la vida. En la literatura generalmente lo que se celebra es la desdicha por encima de la alegría, y se celebra la fugacidad romántica frente a la duración. Yo quería contar la duración del amor.

- Como la sombra que se va es, sobre todo, un libro distinto.

- Es un libro que se iba haciendo solo. Me iba encontrando posibilidades y, en vez de descartarlas, seguía. Entonces tú, leyendo el libro, vas viendo cómo se va haciendo. El mecanismo, la maquinaria del libro, está a la vista. Tú ves cómo el libro va derivando de una cosa a otra. A mí ese hecho de ver cómo un libro se va haciendo él casi solo, a la vista del lector, creo que es una cosa que tiene cierto poder para quien le gusten esas cosas.

- Lisboa es el escenario que une las dos tramas de su libro, el escenario de su segunda novela, El invierno en Lisboa, en la que usted era, fantásticamente, el pianista.

- (Ríe). Claro. Es que uno piensa que los libros son autobiográficos cuando cuentas cosas que han pasado. Pero, a veces, son más autobiográficos todavía cuando inventas cosas que no te han pasado. Por ejemplo, Ray inventaba siempre que él se dedicaba a la marina mercante. ¿Por qué se inventaba eso? ¿Qué clase de sueño había ahí? Ese sueño es la antítesis de su propia vida. Era un hombre de tierra adentro en una prisión. Entonces se imagina como alguien que va en la libertad de los barcos. Y, claro, si tú inventas a un protagonista que es pianista, y él es funcionario del Ayuntamiento de Granada, precisamente porque es funcionario, se inventa a un pianista. Para compensar.

- Escribe usted en el libro: “Tan incompetente en el matrimonio como en los amores furtivos, tan poco dotado para la vida administrativa y familiar como para el trastorno metódico de las noches en los bares”. Un retrato demasiado duro. ¿No?

- Es lo que hay. Las cosas son como son. Y es así. Yo conocí a gente que estaba dotada para la mala vida. Y después me he alegrado de no estar dotado para la mala vida, porque ese es un sistema de tu cuerpo que te dice: “Yo no estaba dotado para drogarme, ni para llevar una vida creativa”. Yo no estaba dotado para eso. Yo necesito una vida muy regular y mi psicología es muy frágil. Yo me siento perdido en seguida. Entonces, yo no servía para una cosa ni para otra. Y no pasa nada por reconocerlo. Aquellos años, tú te acuerdas, parecía que salir por la noche era algo más que salir por la noche, era como una declaración de principios. Y no. Era perder el tiempo.

- El alcohol, ese aliado insidioso, aparece una y otra vez en las páginas de su libro. Beber era entonces tarea literaria. ¿Dejó de serlo para siempre?

- Hombre, afortunadamente. Es que yo creo que eso son mitos románticos muy peligrosos que hacen mucho daño y que, curiosamente, no se acaban nunca. Es como, en el mundo de la música, las drogas. No hay creatividad en la droga ni en el alcohol. Es una leyenda. Pero te puede hacer mucho daño porque te lo crees. Pero estábamos tan llenos de estereotipos. Tener salud nos parecía que era de derechas. Una cosa ridícula. Porque además no eras creativo. Yo, para escribir, necesito toda la fuerza de mi cabeza.

- Floro Bloom, Burma. ¿Los nombres deben ser mágicos para que la historia parezca real?

- Claro. Los nombres son importantísimos, ¿sabes? Hay una poesía en los nombres. Cuando encuentro un buen nombre para un personaje, me pongo muy contento. Y a veces de un personaje, por ejemplo Floro Bloom, la gente dice que es un homenaje a Joyce. ¡Qué va a ser un homenaje a Joyce! Es el sonido. Que suena bien. Y luego dices: Bloro y Bloom son equivalentes. Pero yo no me daba cuenta. Parece que cuando hay un buen nombre el personaje existe más. Tú dices: Alonso Quijano. Y parece que está delante de ti. Sansón Carrasco. Tremendo. Sin que nos demos cuenta, te hablo del lector, el nombre te atrae la presencia del personaje.

- Cuando escribía El invierno en Lisboa le atraían los músicos de jazz. Dejó su ritmo en aquellas páginas, su desasosiego. Conoció a muchos de los grandes. ¿De aquel recuerdo conserva más luz o más sonido?

- La música es tan visual como sonora. Tengo la suerte de que no solo recuerdo, sino que lo veo y lo vivo. Porque eso sigue formando parte de mi vida, incluso más que entonces. Tengo la suerte, en Nueva York, de que al lado de mi casa hay un club de jazz extraordinario y entonces muchas noches me voy a la barra, tomo algo escuchando a los músicos y digo: “Joder, qué suerte”. Me acuerdo una vez que había un señor sentado a mi lado y me dice: “Qué buen sitio este. Cuando ahorro me vengo de Texas aquí. ¿Y usted de dónde viene?” Le digo: “Yo de aquí a la vuelta de la esquina”. Y dice: “Joder, qué suerte”. Ese romanticismo sano de la música para mí sigue siendo muy importante.

- En 1987 viajó por primera vez a Lisboa para escribir su novela. ¿Cómo intuyó que aquel era su escenario? ¿Buscaba Lisboa o, como escribe, “una Granada con mar”, o solo “un impulso visual”?

- (Ríe). Uno, cuando está escribiendo, parece que hay un instinto que te dice qué es lo que necesitas. Yo había escrito una gran parte de la novela. Los personajes tenían que ir a Lisboa y yo sentía que, si escribía esa parte sin ir a la ciudad, la novela no iba a estar bien. Era la intuición de la necesidad absoluta de que, para que la novela pudiera existir y tener consistencia, yo tenía que ir allí.

- En ese viaje hay reproches a su forma de actuar, las llamadas que no hizo a su mujer para preguntar por un hijo recién nacido. Pero también el viaje es el primer paso a una huida posterior, a otra vida posible.

- Claro, claro. Recuerdas que hay un capítulo en el que yo cuento otro regreso a Lisboa unos años más tarde. Sí, de algún modo, la ciudad está relacionada, en primer lugar, con esa huida virtual, pero tú verás que en la novela no hay reproches nada más que a mí. Pero sí, de algún modo, la ciudad, por diversas razones, casi todas casuales, ha ido teniendo una presencia muy relacionada con los episodios distintos de mi vida. Igual que la tiene cuando vuelvo en 2012 a encontrarme con mi hijo, que es otra cosa que está en el origen de la novela. De pronto, el caer en la cuenta de eso, estar allí para ver a mi hijo que cumple 26 años. Y dices: “Joder, si yo estaba aquí la primera vez que vine”.

- En el libro solo está su voz. Ni la de sus hijos, ni la de la primera mujer, ni la de Elvira.

- Tenía que ser así. No es una investigación. Es una confesión. Es un examen de conciencia. El examen de conciencia se hace a solas.

- “El trabajo ha sido siempre mi remedio más poderoso contra la angustia”. ¿Angustia de la propia existencia?

- Una cosa de carácter. Yo tengo un carácter que me angustio mucho. Es la mala suerte que tengo, que con mucha frecuencia siempre tienes ansiedad, tienes dificultades y, en circunstancias muy difíciles, a mí el trabajo me ha ordenado la cabeza.

- Después de cinco meses de escritura, puso punto final a El invierno en Lisboa. Aquella vez sintió “una gran ligereza, una alegría tranquila”. ¿Solo aquella vez?

- En cada libro es distinto. Por distintas razones. En ese libro era una sensación de haber terminado muy clara. En este, por ejemplo, terminas pero eres consciente de que es un primer borrador y tienes que seguir trabajando. En aquel, cuando terminé, ya sabía que había terminado. Por ejemplo, me pasó una cosa muy curiosa cuando terminé Todo lo que era sólido, que terminé sin alegría. Porque pensé: “En menudo lío me he metido”. Pero cuando mandé las últimas correcciones de esta novela sentí cierto alivio, pero luego dices: “Joder, qué carácter tan difícil”. He pasado tanto tiempo en terminar y luego no te alivia tampoco, porque ya estás pensando en otra cosa.

- Volviendo a King. Dice de su asesino: “Lleva consigo en secreto la monstruosa distinción de ser el criminal más buscado del mundo”. ¿Es esa imagen la que seduce al escritor?

- Bueno, es muy seductora. Una persona que va por la calle y que lleva un secreto terrible. Eso me pasó cuando estaba escribiendo Plenilunio. Tú vas por la calle y te vas cruzando con gente y nadie sabe quién eres. Tú estás mintiendo continuamente. No hay una zona de tu vida que no sea mentira. Hay un momento en la novela, que es completamente inventado, claro, en el que Ray está con una prostituta y le cuenta en inglés lo que ha hecho. Pero, claro, la prostituta no se entera. Pero él lo está contando. Cómo es llevar ese secreto. Es un enigma tremendo.

- El invierno en Lisboa cambió su vida. Después cambiará de vida. Todo eso ocurre demasiado rápido.

- Demasiado rápido, sí. Porque es muy complicado. Lo miras retrospectivamente y te preguntas cómo has podido mantener la cabeza en su sitio. También cambias y en medio de todo eso trabajar a diario y procurar hacerlo lo mejor que puedes. Es una complicación.

- Un solo encuentro con Juan Carlos Onetti, del que no anotó la conversación, los detalles del encuentro. ¿Sigue admirándolo con la misma devoción?

- Aparte de la admiración por la obra, hay el amor. Hay escritores a los que amo. Me pasa con Cervantes. Me pasa con Proust. Hay otros que los admiro y no los amo, porque no siento cercanía. Philip Roth no me inspira amor. Y en Onetti además está la gratitud personal. El hecho de haber sido acogido y defendido por su generosidad cuando yo era muy joven. Eso para una persona joven tiene un valor tremendo. En la novela no digo quién fue. Félix Grande, a quien yo no conocía, me llamó un día a Granada y me dijo que fue a casa de Onetti y tenía mi novela en la mesa de noche y le dijo que tenía que leerla. A mí eso me llenó de felicidad.

- “Me gustaría contarle a mi hijo cosas sobre mí mismo que no le he contado nunca. No podía decírselas cuando era niño y ahora que es adulto no sé cómo hacerlo”. Igual haber escrito este libro es el comienzo de una gran amistad.

- (Ríe). Bueno, una confesión está hecha para eso. Yo hablo en el libro de un paseo por Bruselas con mi hijo mayor, y fue una de esas cosas que tienen que pasar en la vida. Es muy importante esa relación con los hijos, el preservar el amor y la confianza. El ver que un hijo es una persona independiente de ti es una cosa extraordinaria. Y eso está compensado con los lazos de ternura que en nuestra cultura, por suerte, no se pierden. En Estados Unidos, un hijo se vuelve un extraño para sus padres inmediatamente. Y para nosotros esa posibilidad de mantener esos lazos respetando la independencia mutua es un tesoro.

- Como usted escribe, cuando un libro se cierra, las historias tienen un porvenir que ya no se cuenta, lo que ocurre con las vidas después de esos relatos. ¿Sabe por dónde irá su vida después de esta novela?

- Literariamente, no lo sé. Uno de los hilos conductores de un libro es que no se sabe dónde hay un final. En la literatura hay un final y en las películas, pero la vida cuándo se termina. El libro lo he terminado, aunque ahora cuando lo leo en voz alta digo: “Aquí tenía que haber quitado esta frase, este adjetivo sobra”. Es decir, que todavía queda un poco de trabajo, pero ya de lo que venga después no tengo ni la menor idea. Cero. No sé nada.


(Publicada en el diario Córdoba el 13 de diciembre de 2014)

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