miércoles, 16 de enero de 2013

La vida que no merecen

Nunca pensé en matarle como ahora lo pienso. ¿Por qué?, me podrías preguntar. No sé. Son sensaciones. Vienen y van, igual que vuelve la lluvia o la calima en verano. Igual que después del día inexorablemente nos envuelve la noche. Son como latigazos eléctricos. Llegan y te nublan la vista y la razón. Es un vacío interior que no te sé describir. Es un pozo al que inevitablemente vuelcas los ojos y después el cuerpo. Te vas viendo caer sabiendo que no puedes volver atrás ni cambiar el rumbo del abismo al que te diriges. Y en el que habitarás contra tu propia voluntad.

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Siempre existe la sospecha de que algo pueda cambiar el sino de las cosas, por supuesto. Yo así lo creo. Cuando estas sensaciones desaparecen, recobro una paz inusitada que me devuelve una felicidad que nunca busqué.

Pero sé bien que esta serenidad que anhelo durará poco tiempo y que la vida en cualquier otro momento me arrancará de esta habitación que amo y me empujará por jardines que desconozco y detesto y me conducirá a otras ciudades en las que no me encuentro. Y enajenado de mí buscaré el calor de una mujer que no amo y hallaré en cualquier botella la magia necesaria para combatir este rincón del alma que no me pertenece.

Nunca pensé en matar a nadie, aunque muchos que conocí merecían morir más bien pronto que tarde. Les perdoné la vida porque a veces también el castigo consiste en condenarlos a vivir. Son seres que se sienten extraviados en este mundo, son impostores de ellos mismos, sombras de sus sombras, fotocopias cuyo original un día perdieron al subir al bus o esperando en la cola de un mercado mientras observan los colores puros de las frutas y se embriagan con el olor de las especias.

Están desubicados en su laberinto interior. Y esa circunstancia les envejece pese a una juventud oxidada que reclaman sin derecho, porque no la vivieron como debieron hacerlo en su día, cuando los ojos se les iluminaban al paso de una muchacha, el corazón se les alborotaba como un pájaro enjaulado que huele el alpiste a distancia.

No merecen vivir porque tiraron la vida al primer estercolero que encontraron a su paso. Y ahora se ahogan en su propio pellejo mientras pretenden administrar una jubilación sin esperanzas que les depare un deterioro físico sin dolor y sin recatos económicos Han escenificado como nadie su paso por la tierra, han justificado sus actitudes en momentos de crisis, han elaborado un dossier de quejas para presentar a la autoridad competente que, de momento, no saben quién pueda ser.

Los años le queman en la piel como el sexo les abrasaba al primer contacto con otro cuerpo. Pero ignoran ahora qué fue de aquellas sensaciones o sentimientos que siempre fueron postergando para otro momento, ignorantes de que la juventud tiene fecha de caducidad y el amor es un ave rapaz que busca carnaza en los cielos azules en los que otros pájaros pierden la vida o la dirección que les libre del peligro acechante.

Podría matarle ahora mismo y, sin embargo, le regalo la vida como condena. Huyo de esta habitación en la que me guarezco de la lluvia y de las gentes, de todos aquellos vecinos que vigilan sin días contra mi voluntad. Ellos, que no tienen intimidad, auscultan la mía para encontrarse.

Quieren abrir mi corazón en canal para exculpar sus pecados, pecados que no cometieron, pues nunca salieron a la vida a merodear los rincones menos transitados, ni se sintieron héroes por un día de los éxitos que nunca lograron abarcar con sus propias manos. Y ahora que la vejez les rompe la esperanza, me buscan para que les rompa la vida, para que les cuente cómo me fue por aquellos caminos que ellos nunca lograron arribar, me piden, por favor, que les regale el relato de mi fortuna o que les mate para siempre porque no se merecen este regalo intransferible de la vida.

Él sobre todo me lo pide. Y yo me niego a ser verdugo de nadie y me niego a quitar la vida a quien no tuvo los cojones de vivirla con dignidad y lo dejo aquí sentado mirándose las entrañas, solo, aunque está rodeado de todos ellos y todos, solos, mirándome, me piden la clemencia que no les concedo.

Deben vivir ahora la vida que nunca merecieron, hasta que la muerte los encuentre una tarde agotados de respirar y de no ser ellos mismos. Y cuando ya no se reconozcan unos a otros, ellos mismos se devorarán como chacales. Inventarán el crimen y conocerán la muerte. Pero para entonces, yo estaré buscando tus ojos y engañando a la muerte en cualquier esquina, mientras tú me miras como siempre quise que me miraras, lejos de otros ojos que nunca tuvieron mirada.

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