sábado, 9 de febrero de 2013

Una mañana de febrero

Aquella noche decidió no salir. No lograba olvidar a ese hombre. Era una mujer casada, moderna, madre de dos hijos, esposa ejemplar para la comunidad, parca en palabras, adicta a canciones edulcoradas que siempre le dejó un pie en la adolescencia que ya no recuerda. Ahora tampoco recuerda con exactitud cómo ocurrió. Pero sí sabe qué le atrajo de él. Su elegancia descuidada, su ironía inteligente, su mirada cautivadora, sus manos fuertes y suaves.

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Cuando lo conoció, sospechó que, como en otros casos, sería tema de una sola noche. Pero ella misma fue la primera sorprendida cuando comprobó que el tiempo no giraba a su favor, y que el olvido era nada más que una intención inútil. Se veían a deshoras. Lógicamente. Es decir, en aquellos horarios en que el mundo se duerme con su monotonía de maquinaria pesada.

Él la esperaba en su apartamento las mañanas acordadas y desayunaban frugalmente después de haber apagado el incendio interior que consumía a ambos. A él le gustaban los desayunos ceremoniosos. Primero, frutas variadas y zumo de naranja natural. Después café americano con huevos revueltos y bacon frito.

Ella recuperaba en pocas horas el tiempo muerto durante la semana, y esa sensación de huida o de proximidad le permitía sobrevivir durante unos días a una vida que se le hacía imposible. Durante algunos meses intentó engañarse y engañar a todos de que esa aventura pasajera no arraigaría en su vida, pero el paso del tiempo la fue convenciendo de que nada se puede hacer contra los seres que amas.

Fue sabiendo, poco a poco, que tampoco sus amigas más discretas habían escapado a aquella realidad. Y que los jueves, cuando salían de copas, libres por la ciudad, no buscaban la libertad soñada sino al pájaro que les daba calor en su nido. Sabía que el mundo estaba edificado sobre cimientos que todos pretendíamos ignorar y que, con solo escarbar unos instantes, la realidad se tornaba distinta.

Pero nunca pensó que eso le pudiera ocurrir a ella. Aquella noche no salió. Encendió la televisión sin la pretensión de prestar atención a la pantalla. Abrió una botella de Somontano y se sirvió una copa con generosidad. Había decidido contar al marido los motivos de su deslealtad con detalles minuciosos. Lugar, hora, motivaciones, dudas, sensaciones.

En ese momento sonó el teléfono. No conocía la voz de esa mujer, que aseguraba haber amado a su marido, pero que era un cabrón en toda regla, un hijo de puta, vamos, le dijo, te puso los cuernos a ti, después a mí, y ahora ni sé, mejor no imaginar, le dijo. Ella le creyó con lágrimas en los ojos.

Los detalles parecían certeros, la agenda cuadraba, su voz era propia de una mujer herida y vengadora. Antes de colgar le deseó suerte. Bebió un trago largo de vino y sintió en la garganta una sensación extraña de sentirse liberada de un pasado al que estaba encadenada. Después prestó atención a la pantalla, llenó la copa y esperó sin saber exactamente qué ni a quién.

Era media madrugada cuando oyó el cerrojo de la puerta, vio entrar al marido entre penumbras, algo feliz en una borrachera de cubatas baratos y con un olor insoportable a perfume de 40 euros. Le deseó buenas noches sin apenas mirarlo y cayó en la cama con un cansancio de años que le pareció el momento más acogedor de su existencia. Soñó que volaba, y después se vio corriendo entre viñedos viejos con olor a fruta madura.

Cuando despertó, el marido roncaba a pecho descubierto. Se duchó despacio, sintiendo la sensación nueva del agua que resbalaba por su piel. Vistió unos vaqueros, un jersey de pico, una blusa blanca, y salió a la calle con una alegría extraña que le dibujaba una sonrisa insinuante. Sonó el móvil. Era él, el otro. Le dijo que ya le llamaría. Que se verían otro día. O nunca. Que ahora no sabía. Que su marido estaba durmiendo y que ella paseaba sin rumbo. Él insistió en verla, pero ella se obstinó en andar sola las calles que siempre anduvo con alguien. Cuida de tu mujer, le dijo. Porque también era casado. Como suele ocurrir.

Después se sentó en una terraza, pidió un café doble, bien cargado, y agua mineral. Abrió el periódico que había comprado en el quiosco. Leyó algunos titulares sobre la corrupción que no le interesaban. Después miró el cielo azul y tuvo la sensación de que aquel día sería diferente a todos los que había vivido antes. Y no le dio miedo. Encendió un cigarro y siguió con la mirada las volutas de humo que se perdían en una mañana clara de febrero.

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