sábado, 13 de abril de 2013

Esperando que ella vuelva

La esperó durante tantos años que no sabía hasta cuándo podría vivir así. Un día cualquiera, de una primavera lluviosa, se lo dijo a bocajarro, le dijo que se iba, no sabía exactamente a dónde, ni por cuánto tiempo, ni por qué. Sencillamente quería abrirse al mundo y, antes de optar por una residencia permanente aquí o allá, agotar las posibilidades que ofrece la vida.

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No se trataba de algo personal. Te sigo queriendo, le dijo, y te querré siempre más que a nadie. En su confesión había tanto de verdad que no dudó ni un instante. Te esperaré, le dijo él. Pero ella no prometió nada porque tampoco sabía qué prometer. Estaba sentado solo en el bar a la misma mesa donde cada tarde se veían los dos. Ahora veía la silla vacía y le parecía una metáfora de su misma existencia. Recordaba sus ojos alegres y su voz firme y triste cuando le dijo adiós definitivamente.

No hubo rencor en la despedida. Cómo podía haberlo. Cada tarde se sentaba en el mismo rincón con un libro cerrado que nunca abría y pedía un whisky que no siempre acababa. Desde allí, filtrado por el cristal de la ventana, la ciudad traía siempre un aire vacío y gris que se comía la luz inevitablemente antes de que la noche absorbiera cualquier posibilidad de melancolía.

Pensaba cómo le había podido ocurrir a él, que siempre mudó de cama sin ningún tipo de desasosiego y amó sin arrogancia y sin quebrantos, yendo de allá para acá, a cualquier lecho que demandara sus atenciones, y así fue hasta antes de conocerla a ella. Nunca le importó compartir los favores de varias mujeres pero nunca engañaba a ninguna, porque ninguna merecía su desprecio. Era joven y, cuando se es joven, sobran los miedos y las advertencias, las fuerzas acompañan y las esperanzas por mudar el sino del futuro aún no son rescoldos irrecuperables.

Así fue hasta que la conoció. Por puro azar, como suelen mostrarse los amores menos perecederos. No fue un amor a primera vista. Jugando como jugaba con los avatares del amor, nunca sopesó que la pasión le atara las manos y le amansara el corazón. Pero fue esa primera noche cuando, al mirarla fijamente, supo que su trayectoria de Casanova irredento se iba a joder del todo.

Aún no habían compartido palabra alguna, pero ella lo miró de un solo golpe y después dijo él: Encantado de haberte conocido. Pero ella se mostró terca en sus primeras palabras: Más te valía no haberme conocido. Él no dio importancia a su sentencia porque, habituado a saldar entuertos emocionales con la prudencia y conocimiento de un profesional solvente, siempre creyó que a las mujeres había que concederles una segunda oportunidad. Tampoco fue necesario en aquella ocasión.

Esa misma noche pudo comprobar en su propia carne que, a veces, el amor supera los sueños más voraces. La desvistió sin prisas, temiendo que acabara el momento, con besos flacos y cursis, propios más de un loco enamorado que de un graduado en otras altanerías más prosaicas, queriendo parar el tiempo, dejarlo fijado en una foto, como si el tiempo se pudiera detener, o como si los sentimientos se pudieran doblegar o a una mujer como ella alguien la pudiera reinventar con la simple y total entrega.

Encontró un cuerpo que nunca imaginó y que tampoco nunca lograría olvidar. Sobran las descripciones, pensó, intentando abrir un vacío en su memoria malograda. Se quedó un día más y después otro. Hasta tal punto fue así que quiso pensar que sería para toda la vida. Y nunca le extrañó que ella no le pidiera nada a cambio, que no le prometiera la lealtad que en verdad siempre le ofreció, que no mercadeara con pormenores vagos e insignificantes como acostumbran a hacer todas las parejas, y que dijera que sí a todo no por agradar sino por hacer la convivencia perfecta.

Un buen día, ya con el equipaje hecho, sentado a esta misma mesa, él la esperaba, y ella llegó arrastrando los pocos bienes y objetos con los que pensaba construir un futuro incierto lejos de él. No había alegría en su partida ni tristeza en su despedida. Era como si el destino la llevara a otro lugar, a cualquier otro lugar. No importaba dónde.

Se trataba de comenzar de nuevo, o de no comenzar nunca, o de ir y volver cualquier día, quién sabe. Quién sabe, dice él ahora, lo dice para él mismo porque nadie le escucha. Lo mismo que le dijo a ella aquella tarde remota que nunca logró olvidar. Cuando ella se fue se quedó allí sentado. Podía respirar, no lloró, sabía que esa noche no dormiría y desde ese instante no le importó el futuro.

Ahora, allí sentado pensaba lo mismo, tampoco lloraba, no sabía cuántas noches de cuántos años llevaba sin conciliar el sueño, y por poco se le corta la respiración cuando la vio entrar arrastrando sus pocas pertenencias. Traía una botella de whisky en la mano, de la marca que a él le gustaba. La vio como siempre, se sentó a su lado y puso la botella en la mesa. Es para después de la cena, le dijo. Porque me invitarás a cenar, no, le preguntó sin dudas. Te estaba esperando para eso, le dijo él, aunque igual la cena ya esta fría después de tanto tiempo. Ella sonrió la ocurrencia, pero no le importó. No te preocupes, yo la calentaré, le dijo ella. Él sonrió por primera vez después de nueve años. Después la besó y solo entonces supo que había valido la pena esperar.
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