miércoles, 15 de mayo de 2013

El tiempo pasa

No le gustan estos tiempos. Nunca sospechó que todo acabara así. Tirado por la ventana. A veces piensa que fue un mal sueño, pero cada amanecer lo devuelve a una realidad que rechaza. Está sentado, mirando por la ventana. Tampoco él sabe qué mira. Probablemente, el paso del tiempo. No tiene la mirada perdida, sino fija en un cartel que no lee. Por dentro, quién sabe, quizás esa nunca fue su pretensión. Quiere saber cómo llegó hasta aquí, cómo se cayó todo: el bienestar acumulado, la solidaridad de otros años, una jubilación ajena a otros vendavales siniestros que ahora conoce.

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Un día se acostumbrará, podría pensar alguien. A qué se podría acostumbrar, si nada le vale la pena. No le ha quedado nada de esa otra vida que diseñó con esmero durante tantos años. Lo único seguro es la muerte, se dice sin que podamos apreciar ningún gesto en su rostro. Las manos, quietas; la espalda, volcada en el sillón de orejas; las esperanzas, que son cenizas, dispersas en el aire que no respira. Un día de estos, alguien lo llamará por su nombre, con insistencia, y él no responderá. Tendrá la garganta seca, los oídos apagados, el corazón quieto, pero aún le temblarán las manos que antes tenía quietas. Lo cambiarán de habitación, para llevarlo a ninguna otra. Esta todavía es útil para otro inquilino. Cuando pasen unos días, su nombre se habrá borrado de la faz de la tierra. El tiempo que él soñó volverá a nacer en otros que serán como él. El ciclo es un balón, redondo, y todos le damos patadas. Eso sí, a unos les duelen más que a otros. No hay solución. Él lo aprendió bien, pero tarde.

Ahora que él no está, han sentado a otro, también jubilado, en su sillón de orejas. Tiene las manos quietas, como él. Mañana le temblarán, cuando su cuerpo se apague.

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