domingo, 15 de septiembre de 2013

El edén quemado

Antes nadie –o muy pocos- se quedaba mirando el dedo cuando el dedo señalaba a la luna. Ahora la luna apenas alumbra, o no la vemos, o nunca es de noche, o siempre es de noche y por eso no vemos. Nos han cambiado la vida como quien muda los muebles de sitio en la propia casa, y al final nos venden el estropicio como un cambio inevitable, como un bien para nuestra salud, como una medida necesaria para combatir el riesgo. Qué riesgo, cabría preguntarse ahora. El riesgo es lo que nos han dejado en las manos, en las manos vacías, un vacío de confusión donde la indignación y la furia no tienen cabida.

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Tenemos las manos vacías, y cuando nos tocamos el cuerpo, nos parece el cuerpo de otro; y cuando miramos el paisaje que es un erial, nos reprochamos la pérdida el edén quemado en un secuestro inevitable. Eso decían. Sabíamos que los montes arden con la sola intención, con la chispa del engaño, con la burla del juego retórico. Aún conservamos alguna postal de aquel paraíso que nos parecía frondoso y eterno, y ahora esquivamos sus rescoldos por miedo a que se nos incrusten en los sueños y no despertemos jamás.

Hay en todo esto una culpa que es nuestra, una vanidad hecha añicos contra el borde de la soberbia compartida. Después del naufragio apenas nos queda aliento para volver a empezar. Necesitamos ver cómo los últimos maderos se los traga el océano de la indiferencia para que un sutnami de orgullo nos devuelva la dignidad mancillada y los cojones que volaron con los billetes de quinientos euros que nunca vimos en nuestras manos vacías.

Nos queda, eso sí, la posibilidad remota de que todo no estalle en balde aquí al lado, mientras los cantos guerra anuncian la devastación de Siria. De hecho, los helicópteros calientan motores en el helipuerto militar de El Copero cada noche. Se les oye, pero se les ve. Y están aquí al lado. Se vislumbran escaramuzas de guerra.

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