martes, 10 de septiembre de 2013

Ella no es la misma

Tenía una belleza común. Cuando la vio por primera vez, no supo detectar el gracejo que escondía su sonrisa, ni se percibió del contoneo alegre de sus caderas, ni alcanzó a descifrar su paso fiero y seguro en el asfalto. Él andaba abstraído en otros menesteres más cotidianos: una nómina justa, una vida reciclada a menos, un futuro siempre en expansión pero que no se movía del mismo lugar. Ella, como quien dice, era una mujer diferente, pero siempre en una segunda lectura. A primera vista, no engañaban sus ojos, aunque tampoco derribaban ninguna muralla; no mordían sus labios, si bien insinuaban escaramuzas de guerra, y su pelo, algo desordenado, no se dejaba llevar por cualquier brisa sinuosa.

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El hombre se percató de su presencia nada más levantar la cabeza, y solo se atrevió decir: dónde coño estaba yo. Pensó primero que era de una belleza común, si bien tenía algo que no lograba descodificar del todo. Le hubiera dicho cualquier cosa por tal de escuchar su voz. No le dio tiempo. Ella salía del local cuando él se disponía a desplazar su artillería retórica. La siguió sin que ella adivinara sus pasos y conforme avanzaba la mañana y el sol imponía su imponente presencia, él reconstruía ya en la memoria un recorrido agotado. La vio subir la escalera y abrir la puerta del apartamento de la segunda planta.

A la mañana siguiente la esperó desde primera hora en la acera de enfrente. Volvió a seguirla y comprobó que su itinerario era otro. Y siempre era distinto. Eso sí, siempre bajaba a primera hora, y después paseaba por la ciudad observando el paisaje urbano. Dos horas después se recluía en su apartamento. Imaginaba que allí trabajaría. Por supuesto, no sabía en qué. En el buzón encontró su nombre. Solo su nombre. Sin apellidos. Entendió que antes de intercambiar algunas palabras con ella, debía estudiar su vida. Fue así como indagó en su pasado, en sus amistades, en sus gustos, en sus traiciones, en sus esperanzas.

Cuando la documentación le pareció suficiente, se dispuso a provocar el primer encuentro. Un día, sin buscarlo, se tropezó con ella, le sonrió, le pidió perdón. Le gustó su sonrisa, su voz dulce, como una magdalena empapada en el café, sus ojos de gorrión desconcertado y dócil. Él le pidió perdón o algo así. Ella le dijo que no se preocupara, que no era nada. Antes de salir del bar, le dijo ahora vuelvo o me encantó conocerte. No recuerda. Quiso volver pero, después de tantos meses de indagación persistente, temió que la mujer que él había construido tan concienzudamente en su imaginación con datos reales y precisos no se pareciera demasiado a aquella otra que él seguía cada mañana por media ciudad, temió que la realidad se pudiera desdoblar en dos mitades simétricas o siamesas y que, sin embargo, la una no fuera la otra, tan semejantes como aparentaban ser.

Así que, cuando subió a su apartamento, optó por no volver a verla, por cambiar fechas, datos, manías o lecturas de aquella biografía real y transformarla en otra muy diferente. Y una vez fabricada esa vida con trozos de la otra, se dispuso a buscar, en medio de la ciudad, a la mujer que había inventado. Siempre es mejor perder un tiempo buscando a una mujer que tal vez no exista, se dijo, que comprobar, en efecto, que aquella que tienes delante de ti no se parece en nada a aquella otra que habitaba tus sueños.

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