domingo, 24 de noviembre de 2013

El tiempo

Se quedó mirando el reloj de pared. Lo tenía colgado en una esquina del salón, junto a una estantería de libros. Hacía años que las agujas no giraban dibujando un círculo perfecto y continuo. No sabía por qué no había llevado aquel antiguo artefacto al relojero para que le volviese a dar vida. Acaso pensaba que, dejándolo muerto en un ángulo del salón, el tiempo se pararía para siempre o se detendría unos momentos, los suficientes para que él pudiera volver a incorporarse al mundo que rechazaba a regañadientes. Necesitaba tiempo para ponerse al día, y el día le venía corto para materializar todos sus proyectos, y los fines de semana se evaporaban antes de lo pensado. Miraba languidecer la tarde y sabía que con la noche otra jornada se consumía inevitablemente.

Dónde se escondía el tiempo era algo que ignoraba y que le mantenía vivas las dudas sobre su propia existencia. Veía que las horas se atropellaban unas a otras y que los años se acumulaban inexorablemente en su piel. No podía vivir al margen del tiempo, porque el tiempo no eran las horas del reloj –artefacto inútil-, sino las escamas de su propia vida, que se le desprendían como a un pez que le falta el agua. Volvió a mirar el reloj de pared y se vio a sí mismo colgado bocabajo donde tenía expuesto el reloj, con la certeza descabellada de que el tiempo es un pez escurridizo que vive en el aire.

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