Se quedó mirando el reloj de pared. Lo tenía colgado en una esquina del salón, junto a una estantería de libros. Hacía años que las agujas no giraban dibujando un círculo perfecto y continuo. No sabía por qué no había llevado aquel antiguo artefacto al relojero para que le volviese a dar vida. Acaso pensaba que, dejándolo muerto en un ángulo del salón, el tiempo se pararía para siempre o se detendría unos momentos, los suficientes para que él pudiera volver a incorporarse al mundo que rechazaba a regañadientes. Necesitaba tiempo para ponerse al día, y el día le venía corto para materializar todos sus proyectos, y los fines de semana se evaporaban antes de lo pensado. Miraba languidecer la tarde y sabía que con la noche otra jornada se consumía inevitablemente.
Dónde se escondía el tiempo era algo que ignoraba y que le mantenía vivas las dudas sobre su propia existencia. Veía que las horas se atropellaban unas a otras y que los años se acumulaban inexorablemente en su piel. No podía vivir al margen del tiempo, porque el tiempo no eran las horas del reloj –artefacto inútil-, sino las escamas de su propia vida, que se le desprendían como a un pez que le falta el agua. Volvió a mirar el reloj de pared y se vio a sí mismo colgado bocabajo donde tenía expuesto el reloj, con la certeza descabellada de que el tiempo es un pez escurridizo que vive en el aire.
Dónde se escondía el tiempo era algo que ignoraba y que le mantenía vivas las dudas sobre su propia existencia. Veía que las horas se atropellaban unas a otras y que los años se acumulaban inexorablemente en su piel. No podía vivir al margen del tiempo, porque el tiempo no eran las horas del reloj –artefacto inútil-, sino las escamas de su propia vida, que se le desprendían como a un pez que le falta el agua. Volvió a mirar el reloj de pared y se vio a sí mismo colgado bocabajo donde tenía expuesto el reloj, con la certeza descabellada de que el tiempo es un pez escurridizo que vive en el aire.
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