lunes, 11 de noviembre de 2013

Escribir

Que quede claro que si te quiero, le dijo, es porque así lo siento. Sin más añadidos. Ella sintió que una campana caía del cielo y la aplastaba. Como si hubiera inventado el nihilismo o le hubiese dado una patada al balón de la poesía –peor metáfora, imposible-. Ella le miró compadecida, consciente de que aquel hombre en nada se parecía a Stéphane Mallarmé –por poner un ejemplo-. Lo suyo –y ella lo sabía- no era el manejo de las palabras. Pero ella sabía también que en la olla del amor –también horrorosa metáfora- las palabras eran un condimento indispensable. Le haré que memorice algún poema antes de hacer el amor, se dijo ella, y después le dijo a él. La experiencia la despertó del entuerto. Y una vez que la realidad nos la devolvió del ensalmo, se lo dijo una noche con velas y champán: que se hacía poeta o que se iba a joder a otra cama. Eso sí, debo confesarlo: ahora que las mujeres leen más que los hombres, la competencia ha bajado muchísimo. Esto de escribir buenos versos se está poniendo imposible. Y tal como está el panorama, cualquiera deja de escribir: aunque sea poniendo la dirección en un sobre.

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