martes, 25 de marzo de 2014

Contigo

No hay nadie en las calles. Es de noche y es primavera. Hay una luz en la ciudad que envidian las culturas nórdicas, los alemanes de Merkel, los rusos que invaden Crimea, los esquimales que persiguen focas en esos sueños sin luz. No hay almendros nevados en estas calles. Los bares están cerrados o clausurados. Hay privacidad en los bolsillos, un vacío metafísico en las conductas, una actitud de servidumbre que no lleva a ninguna parte. La noche llama a la perdición, a los excesos, a la búsqueda inmediata y necesaria de otro cuerpo semejante al nuestro. Y no hay nadie en las calles.

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Hay un toque de queda en nuestras almas, un estado de sitio decretado contra nuestra propia voluntad que no podemos aceptar. Ando estas calles observando las aceras sin nadie, los rótulos apagados de la fiesta, los confetis pisoteados de la algarabía abortada. No sé adónde fueron todos. Tampoco puedo afirmar si volverán algún día y menos aún sé si los reconoceré cuando los vea de nuevo, si repetirán las bromas manoseadas de otros días y divagarán sin sentido sobre el sentido de nuestras vidas.

Es lo que tiene estos de trasnochar, esta costumbre vieja y sana de perderse por la ciudad a esa hora en que nadie duerme y todos huyen de sus pesadillas más íntimas. Yo subo, me meto en la cama, tú duermes, me abrazas sin saber si soy yo quien vulnera tu intimidad desmadejada, y te dejo hacer porque quiero y lo necesito, y porque abajo no nadie para tomar un gin tonic a esa hora en que -ahora lo sé- solo me apetece estar contigo.

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