Se queda quieta observando el paisaje que se pierde tras los cristales. El tren es su transporte preferido. Le gusta sentarse junto a la ventana y dejar la mirada extraviada en a lo lejos, en un punto indefinido que nunca más volverá a ver. No le importa. Le gusta sobre todo detenerse en los colores al atardecer. Los rojos anaranjados de un sol en declive; los verdes diversos de los olivos jóvenes, de los pastos marchitos y las hierbas salvajes, de los naranjos cansados y los pinos mediterráneos que se pierden a los lejos; el color de ceniza de la tierra próxima, el rojo marrón de las colinas, el gris del horizonte desvaído.
Tienen estas imágenes efímeras la fragilidad de la vida en movimiento, el tiempo que los ojos no logran descifrar, la sensación sutil de que todo es quebradizo y pasajero. Tienen los viajes una sensación de caducidad que a ella le abruma y le despiertan un sentimiento de abandono que la dejan postergada en un limbo que desconoce y que al mismo tiempo le fascina. Aquí sentada, abandonada a toda sensación, sabe que el final de todo viaje es una vuelta al interior de cada uno, a ese lugar indescifrable del que no hay escapatoria posible.

Tienen estas imágenes efímeras la fragilidad de la vida en movimiento, el tiempo que los ojos no logran descifrar, la sensación sutil de que todo es quebradizo y pasajero. Tienen los viajes una sensación de caducidad que a ella le abruma y le despiertan un sentimiento de abandono que la dejan postergada en un limbo que desconoce y que al mismo tiempo le fascina. Aquí sentada, abandonada a toda sensación, sabe que el final de todo viaje es una vuelta al interior de cada uno, a ese lugar indescifrable del que no hay escapatoria posible.
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