sábado, 16 de mayo de 2015

Sobre la brevedad de la vida

El cielo trae nubes negras y un hilo sol refulgente. Atrás, en las horas muertas, el amanecer anunciaba un día desquiciado. Nada traen las horas después para festejar que no sea el transcurrir del tiempo, piadoso, dócil, como un mar en calma. Ella se mira frente al espejo e imagina la juventud desvaída. No como fue, sino como la soñó. Mira la mañana sucia, y la ve azul. Todo pronóstico en ella conlleva el pecado de la impostura, el desafío de asimilar el engaño como si fuera la verdad. No le importa falsificar esas pequeñas cosas de la vida, si con ello construye desafíos inviables que ella ve reales. No son propósitos concretos, sino ilusiones vagas.

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Después de todo, dichas planificaciones le han permitido sobrevivir hasta el momento y los pronósticos apuntan a que el resto de su vida no será muy diferente. De vez en cuando, eso sí, le sobra un gesto de ternura, necesita un abrazo aprisionado, una noche de desenfreno y una mañana de arrepentimiento y tozudez. Pero ese pizco de reproche que no es tal, le da vida hasta otro momento de desvarío. En eso –seamos objetivos-, se nos parece bastante. Solo que nosotros sabemos que los excesos nos ayudan a cruzar de acera en acera, a evitar los atascos obligados y a saber que la brevedad de la vida es el único impuesto que todo ciudadano se cobra a regañadientes.

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