martes, 12 de mayo de 2015

Un cuerpo exhausto

El hombre sube la ancha avenida con una parsimonia disimulada. Anda con pasos cortos y seguros, mirando el empedrado de las aceras y los árboles mustios. El tráfico es denso a esa hora en que los ciudadanos abandonan fábricas y oficinas y se dirigen a sus hogares con un cansancio perpetuo y una alegría cansada e servil. El hombre observa el flujo de los automóviles, la ciudad iluminada de rótulos que anuncian productos inútiles y fiestas caras y efímeras. A veces, se sienta en un banco, solo para pensar, y deja pasar las horas sin que nada le importe. Luego, se echa la mano al bolsillo de la chaqueta buscando unas monedas. No las cuenta. Sabe que habrá para un par de tragos.

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Los bares, a esa hora, tienen aroma a hogar desvaído, olor a aceite viejo y quemado, una luz amarilla de otra década anterior, y el camarero viste ademanes de trabajador fijo y asalariado, de bajo sueldo y muchos trienios en el negocio. Atiende a la clientela con formas aprendidas de muy atrás como si ya no le importara el tiempo transcurrido ni la edad que le rompe los huesos. El hombre mira al camarero sin mucho entusiasmo, como si le conociera desde siempre. El hombre coge el vaso de la barra, bebe un trago de vino rojo y barato, y pone en el mostrador el precio exacto de la consumición.

Afuera, comienza a caminar por calles ya vacías y oscuras. Ha dejado a su izquierda la amplia avenida que divide la ciudad en dos mitades injustas y desiguales. Abre la puerta del bloque en que vive. La escalera cada vez le parece más empinada e intransitable a sus años. Mientras sube agarrado a la baranda, sabe que un día de estos no podrá con sus propios pies. El sabor agrio del vino le devuelve la sensación repetida de que la vida ya le parece demasiado larga para un cuerpo tan exhausto.

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