martes, 31 de mayo de 2016

El último día

El último día nunca es hoy, sino ayer. Es ese momento en que comienzas a decir adiós sin que nadie sepa que te vas, ese instante en que abres la maleta y calculas los recuerdos que no cabrán, las vivencias que ya olvidaste, las historias que quisieras dejar sobre la mesa para siempre. El último día ya es tarde para comenzar de nuevo, para pedir perdón, para beber entre dos una botella que conservaste en un rincón durante tantos años. El último día siempre anuncia un nacimiento o un sino fatídico, la última hora de un ayer que se difumina en el aire y el primer día de otra semana que no acechas a descifrar, sombra proyectada sobre minutos inexistentes, espacios robados a un recuerdo entumecido. A veces, sobornamos los últimos minutos con descuidos torpes, con falsos simulacros de alarma y sonreímos, torpes, ante tanta improvisación ineficaz.

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Después, el avión despega sin que nadie nos diga adiós en el aeropuerto y las horas, desordenadas en el equipaje, buscan mejor acomodo para no deteriorar los papeles en los que nunca escribiste su nombre. En un cielo sin nubes, el tiempo ya no existe y el viaje solo es un pretexto para esbozar otros argumentos y caminar otras calles. En el fondo, el último día siempre es ahora, cuando estás frente a ti, hierático y frío como una estatua de mármol o como un policía uniformado. El último día siempre es una excusa y un enigma para decir volveré, aun cuando sabes que ella seguirá esperando en el arcén a que ese último día se haya extinguido para siempre o nunca haya existido.
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sábado, 28 de mayo de 2016

Nostalgia

Deja la casa vacía ahora que no está. El perro se enrosca junto a los libros con las orejas gachas. En la calle alguien grita su nombre a nadie. Administro, mientras tanto, una prolongada espera sin otro objetivo que no destrozar los muebles con las huellas y los dientes. Hay momentos prestados a la incertidumbre que detesto. Afuera, la ciudad es un arco iris de posibilidades que rechazo, aun cuando sé que el éxito es cómodo y gratificante, y que hay otros cuerpos que rehúyen la melancolía y buscan con destreza profesional las probabilidades estadísticas de un encuentro inusual y reconfortante. Al otro lado de la noche, donde la lechuza acecha al incauto, una mujer avanza sola por las avenidas vacías, y los taxistas la observan como guepardos agazapados en la oscuridad.

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Los bares están abarrotados de hombres sin alma y ellas huelen ese vacío a distancia y dirigen la mirada a otro ángulo de la sala donde no hay nadie. Esta mujer, a quien no conozco, es diferente. Me pide fuego, pregunta mi nombre sin intención, bebe un trago largo de un cóctel indefinible, me observa sin parpadear, tal vez esperando una respuesta, una propuesta, un adiós. Le digo que estoy esperando, no sé bien a quién, a alguien que nunca llegará. Ella sonríe verificando mis palabras, degustándolas vocal a vocal, consonante a consonante. Y después dice sí, siempre es así. Me coge de la mano y me dice ven. Afuera, también me dejo llevar. Eso fue ayer. Ahora ha salido. La espero y no sé si volverá. El perro no dice nada. Para qué. A los dos nos puede la nostalgia.
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martes, 24 de mayo de 2016

El pecado

Le mondas la piel a la noche y, como nuez sin cáscara, muestra un esqueleto desprotegido de interinidades y de reclamos, restos de un naufragio que la historia no detectó en el radar de los objetos extraviados. Le quitas la piel a la noche, y hay una mujer desnuda que borra huellas en su cuerpo que delatan la soledad, y hay matices en su mirada que ella rehúye y que le recuerdan los años de abrazos y de manos llenas de espuma. Ella quiere salir de la noche, como se cruza de una a otra habitación, con los pies desnudos, sin hacer ruido, oliendo la luz que la guía por túneles deshabitados, evitando las albercas vacías de metano y las palabras que vagan sin rumbo en el aire quemado de estas bóvedas.

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Afuera, engañando el paso lúgubre de las horas, hay relojes atemporales a mitad de precio, peces que se suicidan a la sombra de los astilleros, cajas vacías y sin uso donde en otros días las estrellas se veían reflejadas como un plato de lentejas diminutas y brillantes.

Ahora, ya no puede ser. La noche anda deshecha como una mayonesa que arde al sol y, en las esquinas de la mesa, donde los inquilinos inventaban sueños sin final, esta mujer abre la puerta sin miedo, por primera vez, aún sabiendo que la vida es caprichosa en sus designios. Tampoco importa ya. Ha cumplido cuarenta años sin haber mordido la manzana que dios le dispuso en la mesita de noche. Laura Restrepo mira la manzana con incredulidad, y le duele esta mujer que ignora que el pecado, el gran pecado que dios no perdona, es la desobediencia.
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domingo, 15 de mayo de 2016

Esperando un nuevo día

Hay un vaso vacío, algunas ventanas cerradas, luces apagadas, una fiesta clausurada, una vida fingida, años disueltos en una edad que no aparenta, una apatía vital ancha y enigmática como el mundo que le ha tocado en suerte vivir, esquinas rotas, ángulos sin perspectiva, palabras que no son de nadie. Ayer la calle, al amanecer, era un garaje anárquico, son de claxon, bullicio de voces, una torre de babel que se disuelve en plena vía pública, diarios que anuncian catástrofes fingidas y desagravios reales. Todo un puzzle sin sentido, un cóctel desmesurado, que la mueve de un pasado que quiere olvidar a un futuro cóncavo, estéril, también gris. El color de la ceniza, se dice. El color que no es color, sin transición, escala en un aeropuerto que te transporta de un lugar que no conoces a ninguna parte, el alambre del funambulista –volatinero o alambrista, demasiados sustantivos para quien se mece o avanza en el vacío sin otro propósito que alcanzar el lado extremo de la cuerda- que se equivoca en el penúltimo paso.

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No hay error. Nunca hay error. Solo que la hora no era la indicada, ni el augurio certero, ni la magia precisa, ni el objetivo claro. A veces, apenas un centímetro basta para perder el equilibrio, unos segundos de indecisión que rompen toda proclama, una advertencia que nadie oyó, un saludo a la persona equivocada. Después, cuando vuelva a caer la noche con su manto de incertidumbre, esta mujer recogerá del entarimado una carta olvidada, anónima, con el discurso preciso y exacto que le demanda el corazón. Pero no sabrá a quién dirigirse, ni a quién meter en la cama esa noche, con qué palabras construir una oración que solo él entienda. Así divagando, se quedó dormida. Mañana, al amanecer, ni ella sabe qué nuevas traerá el día.
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lunes, 9 de mayo de 2016

Buscando a César Vallejo

Hay nubes que ennegrecen el día y palabras sueltas y ancestrales que robé de algún libro de César Vallejo y que se arrastran por la mesa como gusanos buscando el ángulo más perfecto para caer al vacío. En mi memoria reciente está el rostro del poeta, lo busco por las calles de Lima, en los versos está su sombra de criatura maniatada a su propio esqueleto. “Me moriré en París con aguacero”. Claro, en Lima no llueve. Hay aguaceros de arena en las playas próximas y de luz gris en las ventanas de los edificios del barrio de Miraflores. Lo he visto beber pisco entre el gentío, sentado en una plaza céntrica de esa Lima virreinal que él amaba a su manera, como también a París quiso a su manera y le dolió la sangre de España en la médula de sus huesos cansados.

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“Niños del mundo,/ si cae España –digo, es un decir-…”. Él intuía que España ya había caído, sabía que también él moría sin remisión. Corría el año 1938. No quiso ver el final, se tapó los ojos con las manos, con años, con dolor, con muros de ira. En 1939 se publicaron sus plegarias contenidas en tres libros únicos. En París se desataba el aguacero que él conocía y en España la sangre llovía sin descanso hasta sepultar la historia y el futuro. En los diccionarios la palabra horizonte desapareció y un racimo de uvas rojas se desprendió hasta debajo de la tierra. Quedó, como siempre, la sombra vacía del poeta temblando junto a la ventana y a sus espaldas un aguacero de pólvora que inundó la noche de estrellas apagadas.
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jueves, 28 de abril de 2016

Cuando la noche...

Hay un curtido espacio de sombras que divide la habitación en dos mitades simétricas. A este, conforme se entra, la ventana, amplia y con vistas, muestra una ciudad caótica, un volcán milenario, el caos de un tráfico denso y ruidoso. Hay botellas blancas de escayola sobre algunos muebles que no dicen nada y una estética general que no soporta los años. Al otro lado, esta mujer acumula libros sin orden alguno, de temas varios y autores diversos. Lee por las noches, cuando el insomnio le ata las caderas a la nostalgia de otros años. Lee por matar las horas y, mientras lo hace, recompone en la memoria los días de felicidad usurpada.

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Es falso, se dice, que una mujer sea feliz sola, que se adapte a vivir lejos de la presencia de un hombre que le busca a estas horas los métodos procedentes para el descarrío personal, a estas horas en que la somete a la ceremonia invariable del amor. Conforme piensa, lee más rápido, como si la lectura detuviera el curso de los sueños y lograra paliar el deseo con palabras que se entrecruzan en su cejo sin mucho sentido. Ella sabe que no obedece a ninguna lógica estos pensamientos que la van quemando por dentro, en ese mismo lugar donde algunos hombres indagaron su identidad más profunda, allá adentro donde esconde los secretos peor guardados de su alma. Ríe ante la sospecha de que el alma se escabulla allá adentro, en lo más profundo de su sexo pero, a veces, cuando la libido le duele tanto que la enajena, lo piensa sin tachaduras, en la certidumbre de que qué mejor lugar habrá para conservar lo más verdadero de ella misma.

Cuando ya la tormenta cede, esta mujer abandona el libro, la cama y se asoma a la ventana que trae una noche en calma, con música que alguna vez escuchó en los sueños. Se viste como para ir de fiesta. Es decir, para ir de fiesta. Se enfunda los zapatos de aguja, el vestido de seda que contornea al detalle su cuerpo de ave rapaz, se maquilla sutilmente rasgos que no podría ocultar y que ahora destacan en su conjunto. Después, baja decidida a no dejar que la vida se le escape por las alcantarillas del edificio.
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miércoles, 27 de abril de 2016

La noche (7)

Guzmán y Lara observan cómo el vigilante jurado rellena la petaca y bebe un trago generoso del líquido vertido. Guzmán mira a Lara y le dice que le gusta su nombre, que le gusta lo que representa su nombre. Lo que representa para él, claro. Un nombre que inevitablemente une a al escritor ruso Borís Pasternak. Es una historia tremenda, una historia de amor, una historia triste y real, dice él, como si la recordara a cada instante, como si la hubiera vivido. Cuéntamela, dice Lara. Guzmán mira a esta mujer magnética y enigmática, bella en esta noche oscura, con un mar de fondo que la embellece aún más. Igual no te gusta, dice. Pero quiero conocerla, dice ella, será como conocerte un poco más a ti. Y quién sabe, quizá también un poco más a mí. Conservo un recorte de prensa, comienza relatando Guzmán, como si fuese un pedazo de vida desgajado de la historia, como si fuese una verdad tremenda que ha hecho añicos una de las historias de amor más bellas de la literatura del siglo pasado. Ahora, por esa noticia, sabemos que Olga Ivinskaya delató a Borís Pasternak para evitar la publicación de El doctor Zhivago. En efecto, como imaginarás, dice Guzmán, Ivinskaya fue el prototipo de Lara Guishar, la heroína de esta novela, que David Lean recuperó para el celuloide en el rostro de Julie Christie. Y fue Julie Christie quien nos hizo pensar cuando éramos más jóvenes que el amor incondicional no solo es una quimera, sino también que más allá de la literatura el compromiso sobrevive pese a todos los reveses de la vida.

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Desafortunadamente, concluye Guzmán, la historia es más testaruda que la ficción y menos voluble que los sentimientos.
No te detengas ahora, dice Lara, que el corazón se me sale dando saltitos. Guzmán prosigue. Hasta ahora se sabía que Olga Ivinskaya fue quien pasó a máquina y editó el manuscrito de El doctor Zhivago, y que entregó la copia a una pareja de periodistas italianos que visitaron Peredelkino y sacaron la copia de la antigua URSS de contrabando. La novela de Borís Pasternak apareció por primera vez en 1957, editada por Giangiacomo Feltrinelli. La historia de amor de Lara no era sino la radiografía literaria de la vida de la Invinskaya. Cuando David Lean la llevó a la pantalla, el mundo entero se sobrecogió con aquella historia de amor extraviada entre los acontecimientos que cambiaron la Rusia de 1917.

Sin embargo, dice Guzmán, Lara Guishar logró sobrevivir más allá de la revolución rusa, pero Olga Ivinskaya cayó sin pena ni gloria en el olvido unos años después. De hecho, cuando murió en 1995, los diarios apenas dedicaron unas líneas a la musa de Pasternak. La protagonista de El doctor Zhivago, por el contrario, sobrevive pese a la cuestionada calidad literaria de este imperfecto libro de amor. Ahora se sabe, además –el tono de Guzmán se vuelve casi detectivesco-, que Ivinskaya delató al escritor para evitar los campos de concentración, en los que entró ya embarazada. En la carta que Olga escribió a Nikita Kruschev, un año después de haber muerto Pasternak, le pedía que le rebajara la pena y en la misma confiesa que hizo cuanto pudo porque el escritor evitara todo contacto con extranjeros. En la misma misiva, cuando hace referencia al intento del Partido Comunista por evitar la publicación de El doctor Zhivago, Ivinskaya quiere compartir un mismo destino. Y escribe más o menos literal: “Hice todo lo que estaba dentro de mis posibilidades para evitar la catástrofe, pero estaba más allá de mi poder el neutralizarlo todo a la vez”. Más adelante, añade: “Me gustaría aclarar que fue Pasternak por sí mismo quien escribió la novela, fue él quien recibió dinero a través de un medio de su elección. No se le debería considerar como un corderito inocente”.

A Lara le gusta escuchar a Guzmán, le gusta su voz grave, seca, que narra con realismo el melodrama de esta historia que parece inventada pero que es tan real como la vida misma. No queda ahí todo, prosigue Guzmán. Cuando Ivinsjkaya escribía estas palabras, Pasternak ya estaba muerto, y acaso solo sean unas confesiones para evitar más días de prisión. No creo, dice Guzmán, después de todo, que el airear estas cartas, el tender sobre la mesa como una víctima necesaria el descubrimiento de una traición, haga añicos una historia de amor que ha sobrevivido a la ficción de la literatura y al compromiso de la historia.

Pero nunca sabe nadie, advierte Guzmán, y acaso estas dudas de traición, más que resquebrajar el pasado, consoliden la verdad sobre la fábula, la vida sobre la muerte, la necesidad de querer seguir viviendo a la represión de un aparato opresor tan poderoso como el de José Stalin. Acaso ahora que conocemos otro ángulo de la verdad, de esa verdad sobre la que se construyen las grandes mentiras, logremos reconstruir no la historia que Pasternak inventó para vender como libro, sino aquella otra que vivió al margen de los acontecimientos revolucionarios del momento y que hace unos años una simple carta pretendía saltar por los aires. Acaso, sugiere Guzmán, no se debieran publicar nunca las correspondencias entre dos personas que escriben para ellas dos, ni los originales que el autor nunca quiso publicar, ni tampoco estas cartas que solo nos llevan a adivinar que la vida goza de ciertas impurezas que empeñan toda relación amorosa, y que siempre son de prever aunque nunca aparezcan las cartas delatoras.

Hay indicios de que Ivinskaya delató a más gente, asegura Guzmán. Su hija, Irima Yemelyanova, alegó que la carta a Kruskev solo refleja una necesidad desesperada de salir del gulag por cualquier medio, recurriendo incluso a esta táctica de acusar a Pasternak. Pero Ivinskaya desconocía que estos no son privilegios que pueda asumir la amante de un escritor disidente. Porque él escribió la fábula, concluye Guzmán, pero la historia aún está por escribir.

Lara no sabe qué decir. Ella, de algún modo, también se siente la amante extraviada de Pasternak, quisiera ser también la Lara Gishar de la novela, quisiera ser esas dos mujeres a la vez, amar como ellas amaron a un solo hombre, incluso en momentos de conflicto dispares y aún no acontecidos, ser protagonista de una novela y de una vida a la par, escritura de lo vivido, vida escrita para siempre, fábulas perennes que nos sobrevivirán, la sospecha contrastada de que esas historias alguien las vivió y las quiso contar para que el olvido no las extraviara. Siente algo de frío en esta noche húmeda y negra, en esta noche distinta en la que ha roto con un destino que no era el suyo. No sabe qué decir. Tampoco sabe si debe decir algo. Ve que el guarda jurado ha dejado de beber, ve que vuelve a llenar la petaca y que después cierra la puerta del bar. Lara se acerca a Guzmán y lo besa en los labios. No se le ocurre otra cosa. Este va por Lara Gishar y este otro por Ollga Ivinskaya. Guzmán no protesta y se le queda mirando. Y este otro va por mí, dice Lara.
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