miércoles, 17 de abril de 2013

Lo que duran algunas expectativas

Ahora que ha cruzado la frontera de los cincuenta, piensa si la vida ya vivida y la vida por vivir tendrán nexos en común o, si bien, serán como vidas enlazadas en un mismo cuerpo incapaz de asumir la segunda parte del programa, una vez aprobado con creces el primer trecho, en el que de todo hubo, se dice: mujeres, por supuesto, las suficientes, para saber que valió la pena estar aquí solo por haberlas conocido y haber compartido con ellas tantas noches que ya son historia; alcohol, claro que hubo, hay momentos que no se pueden llenar con agua tibia ni refrescar con piedras de hielo; tabaco, bueno, lo imprescindible, después deja un halo en el aliento que a ellas no les gusta y a ti tampoco; otras drogas, por probar, por la experiencia, por saber de qué va este mundo loco que tanto le pierde; dinero, en este aspecto algo más del imprescindible, esa cantidad que sencillamente te hace olvidar el dinero, que no limita los actos ni esclaviza hasta volverte estúpido; mujeres, ¿más?, bueno, vale, pero dosificadas, que ahí es donde la perdición nuestra encuentra su talón de Aquiles, piensa.

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Le gusta, desde este rincón, mirarlas cuando entran, verlas dubitativas mientras eligen una mesa o una silla, mientras ojean a ver si hay alguien a quien conocen o si ha llegado el hombre al que esperan, o sencillamente teatralizan su presencia. En realidad, no vienen a nada concreto, ni han quedado con nadie, no les gusta sellar una cita ni firmar contratos a largo plazo, ni pagar en cómodas mensualidades, sino liquidar al contado, con tárjate de débito, les gusta llevar poco dinero en lo alto, es poco elegante. A él le gusta este tipo de mujeres, algo falsamente descuidadas, femeninas, perfumadas sutilmente si te acercas a una distancia corta.

Le gustan esas mujeres que visten bien conjuntadas y diferentes, atrevidas en algún complemento pero coherentes y armónicas en su conjunto. No le gusta que fumen porque las chimeneas siempre deparan olores escondidos que siempre acaban encubriendo otros mejores. Pero no le importa que beban. Es más, prefiere que beban, porque se tornan más sensuales y caprichosas, aunque después sus besos sepan a whisky barato o a vodka con naranja. Prefiere el olor a alcohol que los residuos del tabaco, que en nada le ponen.

Le gusta sobre todo las mujeres que saben mirar y se hacen de rogar pero que después sucumben a sus abrazos con una dedicación que uno nunca acaba de intuir en las primeras escaramuzas del amor. No le gustan las mujeres que inciden en sus intenciones con la mirada, como si no dispusieran de otra arma letal en ese cuerpo que no controlan y que después le ofrecen sin miramientos como botín de una guerra no declarada y cuyo armisticio nunca firmarán. Guerras sin tregua y sin intercambio de información, guerra a ciegas, guerra próxima a las trincheras por si ellas deciden abordar a otro enemigo en el lugar de autos.

Prefiere a esas otras que miran sin mirar y que le van abriendo en lo más profundo un pozo de sensaciones nuevas y de posibilidades nunca escrutadas. Son esas mujeres de las que él se siente ahora tan cerca y luego tan lejos, que parecen ya hechas a huir antes de que la red las atrape, y esa sensación de ganarlas o perderlas, esa desorientación de saber cuándo la caza se ha hecho efectiva, le puede. Así que, una vez atrapada la presa, con argumentos a veces pocos convincentes o nada eficaces, se sorprende de su capacidad de solventar con eficacia estos entuertos del corazón.

Se ha dado cuenta de que el vaso de whisky está vacío. El camarero le dice si quiere otro. Y él afirma mientras observa a una muchacha que entra sola y observa el entorno como el soldado que estudia el terreno enemigo. Viste un vaquero gastado, una blusa transparente que anuncia en la misma proporción que esconde los encantos que él ya sueña. La noche es acogedora.

Se dispone a escrutar el objetivo con discreta profesionalidad. Eso piensa él. Pero ella sabe que él la mira y que, si logra con eficacia, no ser un pesado como tantos, podría fácilmente obtener sus favores sin demasiada estrategia de Casanova delirante. Ella no tiene prisa, pide vodka con naranja, pone el bolso en la mesa. Todavía no lo ha mirado, pero sabe que él mide los pormenores de un encuentro casual y sus posteriores consecuencias.

Ella pide, dentro de sí, que no se demore demasiado, porque puede que, en cualquier instante, aparezca ese otro hombre con el que ya compartió media vida de altercados, y del que ya no quiere oír ni quiere hablar. Ahora prefiere poner nuevo rumbo en esas acrobacias de las que le han hablado otras mujeres y que el cuerpo le demanda con insistencia y tesón. Ella está preparada para lo que el destino le depare. A veces el tiempo se hace eterno. Duda por momentos si ha sabido elegir con atino, si será hombre decidido, si le propondrá inmediatamente resolver lo más perentorio y tormentoso del alma o, como otros, cándidos y sutiles, doctores en demorar el punto de encuentro y la erupción del volcán, le preguntará el nombre, le contará su vida y otros pormenores que no le interesan.

Él no fuma, pero se ha levantado para pedirle fuego, pero ella no ha entendido la pregunta: Está bien, le dice, sabía que me lo ibas a pedir. Él no dice nada, pero todo le parece bien. Ella lo mira y cree que él no ha entendido nada. Iremos a tu casa, si te parece, dice ella, en la mía no podemos estar, mi novio se suele presentar en los momentos menos oportunos. Él hace un conato para pagar las bebidas, pero ella insiste:

—Hoy pago yo. Para una vez que la espera fue breve y las expectativas largas…

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domingo, 14 de abril de 2013

La Cospedal y los escraches

Esta mañana me levanté muy sereno, como casi siempre. El día es luminoso y un aire de fiesta y de paz se respira alrededor. La mañana llama a coger la bicicleta, o a pasear por la orilla del río, o acercarse en coche a La Palma del Condado para degustar las habas con poleo y los vinos del lugar. Pero ojeo la primera página del periódico y la mala leche se me sube por las venas hasta atacarme.

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La frase de la Cospedal es una perla negra, y dice más o menos que los escraches son “totalitarismos y nazismo puro”. Esta buena mujer, cuyos parientes y cuya ideología está tan cerca del nazismo, sabe perfectamente lo que dice, porque ella se conoce a sí misma mejor que nadie. Cuando la oigo hablar me dan náuseas. Solo le interesa multiplicar sus muchos sueldos y a su marido hacer negocio con los hospitales privatizados que son nuestros. Todos los negocios de esta gente se basan en apropiarse de lo público –es decir, de lo nuestro- y hacerlo rentable también a nuestra costa. A saber qué esconden esta pareja de listillos de la ultraderecha española.

No soporto a la gente que, cuando habla, piensa que se dirige a un público poblado de gilipollas. De verdad que la cara dura de la Cospedal me saca de quicio. Que los sinvergüenzas hablen de ética o de moral me pone enfermo. Imagino que esta mujer, cuyas entendederas no se alzan un palmo del suelo, sospechará que los parados y desahuciados y demás damnificados de sus correligionarios deberán esperar impacientes a que les roben hasta el alma. Calladita está mejor, pero nadie de su partido se lo dice. A ver si esta señora acaba de enterarse de una vez que los tiempos del mosqueo ya están dando paso a la etapa del escrache, de la mala leche, del no poder aguantar más, del insulto y la condena a quienes no tienen respeto a los demás.

Más le vale que amañe menos euros en su bolsillo, que aprenda a hablar, que lea un poco, que no sea católica si no guarda sus preceptos, y que nos deje en paz esta mujer que del nazismo posiblemente sepa bastante más que aquellos que, indignados, utilizan el escrache como herramienta de expresión contra la explotación de una banda de políticos sin alma que solo rezan a dios para que sus cajas de caudales se multipliquen a costa de quienes les rompen los sueños inmerecidos en unos escraches que me parece lógico que detesten. Si me lo hicieran a mí me daría una vergüenza tremenda y no podría salir a la calle. Y menos culpar de ello a gente de buena voluntad que solo pretende vivir, aunque solo sea modestamente. El sistema se lo ha quitado todo y esta gente de la derecha quiere que además se queden calladitos, como en misa. Que dios y el diablo les coja confesados, porque pasar a la historia como simples mequetrefes tiene cojones.

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sábado, 13 de abril de 2013

Esperando que ella vuelva

La esperó durante tantos años que no sabía hasta cuándo podría vivir así. Un día cualquiera, de una primavera lluviosa, se lo dijo a bocajarro, le dijo que se iba, no sabía exactamente a dónde, ni por cuánto tiempo, ni por qué. Sencillamente quería abrirse al mundo y, antes de optar por una residencia permanente aquí o allá, agotar las posibilidades que ofrece la vida.

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No se trataba de algo personal. Te sigo queriendo, le dijo, y te querré siempre más que a nadie. En su confesión había tanto de verdad que no dudó ni un instante. Te esperaré, le dijo él. Pero ella no prometió nada porque tampoco sabía qué prometer. Estaba sentado solo en el bar a la misma mesa donde cada tarde se veían los dos. Ahora veía la silla vacía y le parecía una metáfora de su misma existencia. Recordaba sus ojos alegres y su voz firme y triste cuando le dijo adiós definitivamente.

No hubo rencor en la despedida. Cómo podía haberlo. Cada tarde se sentaba en el mismo rincón con un libro cerrado que nunca abría y pedía un whisky que no siempre acababa. Desde allí, filtrado por el cristal de la ventana, la ciudad traía siempre un aire vacío y gris que se comía la luz inevitablemente antes de que la noche absorbiera cualquier posibilidad de melancolía.

Pensaba cómo le había podido ocurrir a él, que siempre mudó de cama sin ningún tipo de desasosiego y amó sin arrogancia y sin quebrantos, yendo de allá para acá, a cualquier lecho que demandara sus atenciones, y así fue hasta antes de conocerla a ella. Nunca le importó compartir los favores de varias mujeres pero nunca engañaba a ninguna, porque ninguna merecía su desprecio. Era joven y, cuando se es joven, sobran los miedos y las advertencias, las fuerzas acompañan y las esperanzas por mudar el sino del futuro aún no son rescoldos irrecuperables.

Así fue hasta que la conoció. Por puro azar, como suelen mostrarse los amores menos perecederos. No fue un amor a primera vista. Jugando como jugaba con los avatares del amor, nunca sopesó que la pasión le atara las manos y le amansara el corazón. Pero fue esa primera noche cuando, al mirarla fijamente, supo que su trayectoria de Casanova irredento se iba a joder del todo.

Aún no habían compartido palabra alguna, pero ella lo miró de un solo golpe y después dijo él: Encantado de haberte conocido. Pero ella se mostró terca en sus primeras palabras: Más te valía no haberme conocido. Él no dio importancia a su sentencia porque, habituado a saldar entuertos emocionales con la prudencia y conocimiento de un profesional solvente, siempre creyó que a las mujeres había que concederles una segunda oportunidad. Tampoco fue necesario en aquella ocasión.

Esa misma noche pudo comprobar en su propia carne que, a veces, el amor supera los sueños más voraces. La desvistió sin prisas, temiendo que acabara el momento, con besos flacos y cursis, propios más de un loco enamorado que de un graduado en otras altanerías más prosaicas, queriendo parar el tiempo, dejarlo fijado en una foto, como si el tiempo se pudiera detener, o como si los sentimientos se pudieran doblegar o a una mujer como ella alguien la pudiera reinventar con la simple y total entrega.

Encontró un cuerpo que nunca imaginó y que tampoco nunca lograría olvidar. Sobran las descripciones, pensó, intentando abrir un vacío en su memoria malograda. Se quedó un día más y después otro. Hasta tal punto fue así que quiso pensar que sería para toda la vida. Y nunca le extrañó que ella no le pidiera nada a cambio, que no le prometiera la lealtad que en verdad siempre le ofreció, que no mercadeara con pormenores vagos e insignificantes como acostumbran a hacer todas las parejas, y que dijera que sí a todo no por agradar sino por hacer la convivencia perfecta.

Un buen día, ya con el equipaje hecho, sentado a esta misma mesa, él la esperaba, y ella llegó arrastrando los pocos bienes y objetos con los que pensaba construir un futuro incierto lejos de él. No había alegría en su partida ni tristeza en su despedida. Era como si el destino la llevara a otro lugar, a cualquier otro lugar. No importaba dónde.

Se trataba de comenzar de nuevo, o de no comenzar nunca, o de ir y volver cualquier día, quién sabe. Quién sabe, dice él ahora, lo dice para él mismo porque nadie le escucha. Lo mismo que le dijo a ella aquella tarde remota que nunca logró olvidar. Cuando ella se fue se quedó allí sentado. Podía respirar, no lloró, sabía que esa noche no dormiría y desde ese instante no le importó el futuro.

Ahora, allí sentado pensaba lo mismo, tampoco lloraba, no sabía cuántas noches de cuántos años llevaba sin conciliar el sueño, y por poco se le corta la respiración cuando la vio entrar arrastrando sus pocas pertenencias. Traía una botella de whisky en la mano, de la marca que a él le gustaba. La vio como siempre, se sentó a su lado y puso la botella en la mesa. Es para después de la cena, le dijo. Porque me invitarás a cenar, no, le preguntó sin dudas. Te estaba esperando para eso, le dijo él, aunque igual la cena ya esta fría después de tanto tiempo. Ella sonrió la ocurrencia, pero no le importó. No te preocupes, yo la calentaré, le dijo ella. Él sonrió por primera vez después de nueve años. Después la besó y solo entonces supo que había valido la pena esperar.
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viernes, 12 de abril de 2013

Carmen Posadas: “Los criados son siempre los testigos invisibles”

Autora de guiones de cine y televisión, de relatos y de novelas. En 1998 obtuvo el Premio Planeta con Pequeñas infamias. Traducida 23 idiomas. Carmen Posadas publica ahora El testigo invisible. En su última novela, Leonid Sednev, deshollinador imperial y después pinche de cocina, tenía quince años la noche del 17 de julio de 1918, cuando un grupo de militares de la Revolución bolchevique asesinó brutalmente a la familia imperial rusa. Aquel criado fue el testigo invisible que hoy narra el crimen.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

—En su novela retrata la dinastía de los Romanov en las dos primeras décadas del siglo XX. Un siglo después, ¿qué es lo que no ha cambiado en el mundo?

—Como dicen, cuanto más cambian las cosas, más siguen siendo las mismas.

—Ha tenido acceso a documentos inéditos de la familia imperial rusa. ¿No pretenderá ahora cambiarnos la historia?

(Ríe). No. Lo que pretendo es contar la verdadera historia porque ha quedado opacada entre multitud de mitos y leyendas, y no hace falta inventar nada prácticamente, porque es tan potente la historia.

—Cuando estalló la revolución, el zar solo pensaba en jugar al dominó. ¿Se equivocó al mover ficha?

—Lo suyo, más que problema de mover ficha, es que produjo un efecto dominó.

—¿Cuántos políticos en nuestro país miran las fichas de dominó para no ver lo que pasa en la calle?

—Demasiados para nuestra desgracia. Están demasiado acostumbrados a mirarse el ombligo.

—En el libro cuenta una nueva versión sobre la muerte de Rasputín. ¿Cuál de ellas es más creíble?

—La que contó su asesino era rocambolesca e inverosímil. Pero, como siempre, la realidad supera a la ficción y la nueva versión es todavía más increíble.

—Usted cuenta esta historia a través de Leonid Sednev, deshollinador de palacio. ¿Es más pintoresca, más realista o más absurda la vida cuando la cuentan los criados?

—Los criados son siempre los testigos invisibles. Porque la gente cuenta intimidades tremendas sin darse cuenta de que ellos están delante. Es una pena que no les haya interesado más el oficio de escritor porque, de ser así, la historia tendría páginas mucho más interesantes.

—Dice usted que el comienzo de la revolución rusa eran movimientos asamblearios como los del 15-M. ¿Ve el ambiente tan incendiario?

—Yo creo que estamos viviendo un momento muy convulso, y se parece al momento prerrevolucionario en Rusia en que aparecieron todos estos movimientos asamblearios; pero en el resto, no. No creo que llegue la revolución bolchevique.

—Momentos históricos como los que vivimos, dice usted, se prestan tanto a héroes como a villanos. A los villanos ya los conocemos. ¿Pero dónde andan los héroes?

(Ríe). Eso me pregunto yo. Por favor, que se den prisa.

—Su padre fue embajador en Rusia, donde usted vivió cuatro años. De ahí su interés por el país. Se lo preguntan siempre, pero deme una respuesta distinta.

—Aparte de lo que he dicho, la naturaleza rusa es tan extravagante y tan grandiosa como sus escritores.

—Los criados, para haber sido testigos de tantas historias, ¿no le parece que están muy desprestigiados literariamente?

—Me extraña que no se utilice mucho más este punto de vista en literatura, porque lo que ellos ven no lo ve nadie. Y es precisamente lo que tiene que retratar la literatura: otra historia.

—Cuando se casó, dejó el ramo de flores a los pies de Lenin. ¿Qué sintió junto a la momia de quien quiso y pudo cambiar el mundo?

—Estaba tan deteriorada que casi era una profecía de lo que iba a ocurrir luego con su revolución.

—Así empieza su novela: “Un viejo refrán dice que nadie es un gran hombre para un mayordomo”. ¿Qué piensa usted?

—Que es la pura verdad.

Publicado en el diario Córdoba el 11 de abril de 2013

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martes, 9 de abril de 2013

Nadie vuelve cuando se va

Cuesta creer, piensa ella, que todo haya acabado de golpe, sin que haya dado señales de vida en casi un mes, que se haya marchado sin decir adiós, sin recoger su guitarra y sus libros, sus papeles personales. Además, no hay razón para que haga tal cosa, sospecha. Como no bebe, solo piensa y se aturde ante la posibilidad firme de que el pájaro se haya escapado de la jaula para siempre.

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Siendo sensata, piensa, es cierto que no le concedí todos los caprichos que me pedía, ni siquiera los más insignificantes. Ella siempre huía de sus abrazos, de sus propuestas más íntimas, de su desorden mental y otros desórdenes. Dejémoslo ahí, en desórdenes, se dice ahora que él no está.

Por las noches, la cama le parece a los Campos Elíseos. Por su amplitud, claro, no por su belleza. Recuerda el viaje a París, los primeros meses de una relación que parecía compacta como un iceberg, pero, como el iceberg, también ocultaba un tiempo enigmático.

Ella quiso acostumbrarse a vivir sin él. Y sopesó que sería fácil, aunque pronto supo que hay heridas que nunca cicatrizan. Comenzó a temer, nunca como antes, la sensación de haberlo perdido para siempre, pero no dio su brazo a torcer.

Lo buscaba los sábados por la noche en los bares de copas donde tocaba la guitarra o el piano con un grupo de amigos. Se había acostumbrado a escuchar aquellas canciones melódicas de otros años que no vivió, y ahora le parecieron escritas para ella misma, porque, mirando desde la calle el local en penumbras, sabía que su vida no tenía melodía y que acaso aquellos acordes de otras noches no eran sino un esbozo de sonidos que nunca llegarían a ser la música que ella soñó.

A veces, allí en la puerta, saludaba a amigos conocidos, pero no abandonaba el lugar, porque sabía que el destino no está escrito en ninguna parte y no estaba dispuesta a perder por segunda vez una oportunidad como aquella.

La mirada se le fue yendo con los días, se la veía mirar a ninguna parte, esperando un regreso que nunca llegó, y la razón se le fue nublando incluso en los días azules de primavera. Se le disipó la sonrisa, que tampoco era muy abundante, en sus labios, y la voz se le troncó hueca y vacía, y las ganas de hablar, pocas o ninguna.

Se encerró en una soledad que ya conocía, incluso cuando él la amaba, pero que ahora no quería. Se mudó a un apartamento ubicado frente al bar de copas donde él tocaba canciones de amor, y se sentaba junto a la ventana a verlo entrar cualquier día sin que nadie la viera a ella. Pero todos sabíamos que ella estaba allí, situada en una espera inútil y sin sentido. Pero no escuchaba. En realidad, nunca quiso escuchar.

Tampoco barajaba las razones posibles que lo habían llevado a huir de aquella manera. Sencillamente pensaba que era un niño y que, como tal, volvería a su regazo. Rechazó otras posibilidades y, por supuesto, ni se le pasó por la cabeza que anduviera en la cama con otra mujer. Eso, para las películas de serie B.

Él no se iba a ir con cualquier mujerzuela abandonándola a ella de esa manera. No era hombre de esas hechuras. Lo imaginaba perdido sin razón y temeroso de volver a casa por la reprimenda que le esperaba. Pero ella se prometía guardarse la lengua nada más apareciera en el vano de la puerta. Le prepararía una cena ligera, le abriría una botella de vino, le preguntaría dónde había estado esos días, entendería su acción, le perdonaría, aunque no le comprendiera, pero callaría por todos sus días con tal de que él volviera y se quedara a su lado. Incluso se ofrecería sin recato a los actos de amor y sexo que él tanto deseaba cada noche, y por él se dejaría llevar a otro mundo que nunca le interesó y al que nunca hubiera soñado ir si él no hubiera abandonado el hogar sin razones. No hay culpa, se decía, solo un mal aire que ya se apagó.

Pero a la mañana siguiente el viento racheado no le dejaba el alma en paz. Supo, sin entenderlo, que sus días de felicidad pertenecían al pasado. Se quedó mirando, desde la ventana, el bar de copas de otras noches, y se fue apagando como una margarita cortada en un vaso de agua. Así la encontraron, con el corazón apagado y la mirada firme.

Era primavera y nadie entendió que alguien se pudiera morir de amor o de soledad en estos tiempos de miseria. Son cosas que pasan, dijo alguien. A la misma hora, el hombre que ella esperaba, y que tal vez amó, entró al bar acompañado de una muchacha. Con una mano apretaba la mano de ella. En la otra, llevaba la guitarra.

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viernes, 5 de abril de 2013

Todos los sueños son posibles

Su vida había sido convencional, muy convencional. Vamos, al uso. Cuando estudiaba en la universidad conoció al hombre que hasta ayer amaba. Tal vez lo ame todavía. Su existencia era pura rutina: un sueldo para andar por casa, expectativas modestas, esperanzas desvencijadas, pocas locuras que echarse a la boca. Siempre fue una mujer discreta, en el vestir, en el modo de estar, en el tono de voz, en las argumentaciones que ella misma se formulaba para que su vida tuviese sentido. Cuando ella tuviese trabajo fijo, iría derechita al matrimonio. Para toda la vida, además. De eso, no había dudas.

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El novio de siempre era hombre serio, honrado, de familia honorable, de saber estar en público, de gustos vulgares. Le gustaba el fútbol, pero no el Barcelona. Lo que no se entiende. Presumía de ser hombre culto, pero nunca leyó una buena novela. Algo que tampoco se entiende. Y decía que la mujer de su vida era ella, cuando solo había estado con ella. Algo que ni se entiende ni tiene sentido.

A ella le pasaba algo parecido. Había estado a su lado desde que el sexo se le despertó entre las piernas como una rosa sangrienta y comenzó a palpitarle como un segundo corazón. Estaba más atenta a los latidos de la entrepierna que a los del pecho. De manera, que cuando se quedaba a solas con ella misma intentaba apagar esa furia interna que no la dejaba dormir.

Él era un amante sobrio, poco arriesgado en los juegos de azar, como es el amor. Le gustaba apostar a caballo ganador: siempre a la misma hora, en la misma postura, con las prevenciones adecuadas. Y como con el vino, nunca repetía segunda copa. La adicción, pensaría tal vez, es difícil de domeñar. Ella, por el contrario, imaginaba mañanas y tardes y noches destrozada por los avatares del sexo, siempre deseada y deseosa y curiosa de esas experimentaciones que rompen los sueños por varios costados.

Se imaginaba tendida en la cama, con las piernas abiertas, a la espera de que él observara con atención tendenciosa su sexo deshabitado y hondo, como una fruta colgada de un árbol sin dueño. Pero él se concentraba en diseñar la estabilidad del futuro más que en observar y arrebatarle por derecho una ofrenda que no tenía parangón posible para ella.

Así fue hasta que aquella tarde, tomando una leche tibia, conoció al otro. Estaba sentado a la barra, bebiendo whisky, siempre de la misma marca, con una piedra de hielo y sus dedos vigilando el vaso, como si alguien pudiera arrebatárselo. Ella vio sus dedos, pero al lado no estaba el vaso, sino próximo, cada vez más próximo, su sexo entregado.

Imaginó que él le humedecía el sexo con whisky y después lo bebía como el licor más embriagador. Joder, en qué estaría pensando, dijo ella. No estaban solos, pero todos se percataron de su espasmo y su desconcierto. Ella disimuló su incomodidad acercándose a los lavabos. En el espejo observó su mirada de gata encelada y pensó para sí que ya nunca sería la misma. Se vio los ojos con la inocencia perdida y un brillo hermoso que le intimidaba y le abrumaba a la par.

Cuando volvió, todos se habían ido, menos él. Los excusó con la frase de que tenían que madrugar y con el deseo que esperaba de que ella no tuviera que hacerlo. Sí, también tenía que madrugar, pero se quedó a su lado, no sabía por qué razón. O sí lo sabía. Él le pidió un whisky y ella aceptó no sabía tampoco por qué razón. O sí lo sabía. No le gustó el sabor del whisky, pero tampoco le desagradó.

Él tenía un aire descuidado de hombre de mundo, pero ya alejado del tumulto y de las aventuras hueras. A ella le gustaban sobre todo sus manos: dedos largos, piel suave, uñas perfectas y cuidadas. Tenía aires de jesuita arrepentido, un don de la palabra que no era de cura precisamente, pero manejaba las frases como un brujo los artificios de la magia, pensaba ella.

No sabe cómo ocurrió, pero se dejó llevar cuando él la besó. Cuando le dijo vámonos ya sin decir a dónde. Y ella se vio caminando a su lado sin conocer el destino, aunque adivinando la recompensa del paseo. Después se vio tirada en la cama, desnuda como nunca se había sentido, con las piernas abiertas y el sexo limpio para mancharlo de placer y de pecado, y llenarlo de sensaciones que le quemaban las piernas y le subían hasta el corazón y la garganta y los ojos.

Ella no dijo nada. Le dejó hacer a él que, como buen explorador, y en orden creciente, pensó que la vida se le acababa allí y que después todo sería rutina y vuelta a empezar el mismo sueño que ya no sabía si era vida o ensoñación, aunque tampoco le importaba.

Cuando volvió a recuperar la razón, o algo de ella, habían transcurrido ya unas semanas después de aquella noche loca y extraña y única, y ahora miraba al hombre de antes como si ya no le conociera y no quisiera estar a su lado. A cualquier pregunta, ella asentía sin más. No habían vuelto a hacer el amor.

Su cabeza no podía echar afuera a aquel otro hombre que la había zarandeado a su antojo como nadie antes lo había hecho en una noche que ya nunca lograría olvidar. Lo buscó por toda la ciudad sin resultados. Nadie le concretó su paradero, ni su oficio, ni sus costumbres, ni sus amistades. De vez en cuando él iba a aquel bar, se sentaba a la barra con un whisky en las manos y abría algún libro, o miraba a través de la ventana el silencio de la noche. Lo esperó cada noche, con la conciencia de que nunca lo encontraría.

Desde entonces, se fue volviendo más huraña, más introvertida, más suya, decían los otros, pero ellos también observaban en el balanceo de sus manos las huellas de quien había abrazado la felicidad. No le dijeron nada, tampoco él, que entendió sin palabras que el tiempo de sus propuestas había sucumbido frente a la tentación de los sueños consumados.
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lunes, 1 de abril de 2013

Fermín J. Urbiola: “Si Juan Carlos dijo algo a Urdangarin, no hizo caso”

Ha trabajado para la Cadena SER, COPE, Radio España o Europa Press. Corresponsal de guerra en Bosnia-Herzegovina. Autor de Nacida para reina. Fabiola, una española entre los belgas, publica Palabra de Rey. Fermín J. Urbiola (Pamplona, 1971) dirige, desde 1998, su propio gabinete de comunicación, Urbiola Comunicación, en el que asesora a importantes compañías y proyectos de muy diversos sectores a nivel nacional e internacional. Ha publicado también La sonrisa que cautivó a España, dedicado a la reina Doña Sofía con motivo de su setenta cumpleaños.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

—Otro libro sobre el Rey. ¿Qué tiene el suyo que le falta a los demás?

—El pincel de su palabra con el que hago su retrato.

—Su libro recopila frases pronunciadas por Don Juan Carlos desde su juventud hasta hoy. ¿Qué frase no incluyó porque consideró perversa?

—Ninguna. La realidad suele serlo más que una palabra.

Palabra de Rey. ¿Le parece el título más acertado con la que está cayendo en la Casa Real?

—Sin duda. Es el relato del alma del Rey a través de su palabra. Y hoy suena más un árbol que cae que no muchos que crecen día a día. Por eso no va mal la palabra del Rey.

—Su noviazgo no oficial con Gabriela de Saboya estuvo mal visto por Don Juan y Franco. ¿Tal vez por eso quiso influir en Don Felipe antes de que llegara Letizia?

—Es que siempre hemos estado acostumbrados a matrimonios reales convenientes por amor.

—Dice Don Juan Carlos: “Tuve que pasarme veinte años haciéndome el tonto”. ¿Un periodo tan largo de suplantación de la personalidad no deja secuelas?

—O deja grandes aprendizajes.

—“Yo le digo a mi hijo Felipe: ‘Aquí hay que ganarse el sueldo día a día”. ¿Por qué no se lo dijo también a Urdangarin?

—Y si se lo dijo, no le hizo caso.

—“¿¡Por qué no te callas!?” ¿Es ese el disco más vendido de nuestro monarca?

—El último hit es: “Perdón. Me he equivocado”.

—“Un Borbón no llora más que en la cama”. ¿Lo dice por el ejemplo que da la Infanta Elena?

—Los Borbones son de llorar poco en público.

—De su primer encuentro con Franco en 1948 dijo: “Me pareció más bajito que en las fotos”. ¿Decir eso de quien le dio todo un reino?

—Debía importarle poco todo el poder porque lo devolvió enseguida al pueblo.

—“De no haber sido rey, seguro que hubiera sido marino”. Igual hubiera sido mejor y así sabría salvarnos del naufragio que atraviesa este país.

—Le veo con el timón en las manos.

—¿Ha descubierto escribiendo este libro algún aspecto biográfico del Rey que deban conocer nuestros lectores?

—Mi generación y las próximas no sabemos de su trabajo para que hoy podamos pensar por nosotros mismos.

—Franco le tenía cariño y le pidió que “preservara la unidad de España”. ¿Será la afrenta de Cataluña un reto divino?

—Y espero que pronto lo arreglen los humanos.

—Dice de Doña Sofía que es una mujer leal. ¿Pero le dijo algo de sus relaciones extramatrimoniales?

—No me gusta entrar en las alcobas de otros.

—¿Abdicará algún día el Rey o veremos al Príncipe como a Carlos de Inglaterra?

—Está pasando el testigo de forma estratégica desde hace muchos años.

Publicado en el diario Córdoba el 27 de marzo de 2013
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